El asesinato de Jorge Ariel Velázquez, militante radical en Jujuy, a manos de tres personas que se sostiene pertenecen al grupo que lidera Milagro Sala, trajo una vez más, tristemente, la violencia como instrumento de acción política. El crimen envuelve directamente a la Presidenta de la Nación, Cristina Fernández, quien había asegurado por cadena nacional que Velázquez era militante de la organización Túpac Amaru, y expresado sus condolencias a la líder del movimiento.
Pretendía la Presidenta incorporar la idea del uso ciertamente aberrante de una muerte con objetivos políticos. Y ciertamente es así: esta muerte se inscribe en el uso de la violencia como instrumento de acción política, algo que la Túpac Amaru practica habitualmente y que el Gobierno nacional ha preferido ignorar, respondiendo que las denuncias eran fruto de la frustración de sus adversarios en Jujuy, incapaces de ganar políticamente en las urnas.
La información al respecto de la militancia “tupaquera” de Velázquez se la brindó a la Presidenta su cuñada Alicia Kirchner, quien desde el Ministerio de Acción Social eroga los dineros para los planes que Sala maneja en Jujuy. La afiliación de este joven asesinado a la organización Túpac Amaru fue el fruto envenenado del manejo clientelar del plan FINES, cuyo objetivo es brindar oportunidades de concluir estudios secundarios con objetivos mínimos de la currícula que brinda.
Las denuncias sobre el manejo clientelar del plan FINES se suma a la instrumentación de la captación de jóvenes para la militancia política empleando recursos de los que el Estado dispone por el pago de impuestos. Es un doble rasero, que carga sobre el que menos tiene por impuestos directos con una exacción brutal de sus ingresos, y emplea esos emolumentos para mantener sometido al ciudadano necesitado como siervo de la gleba. Siervo que si se subleva, puede ser ejecutado a la luz pública, en un marco de impunidad que sólo puede conceder el poder político absoluto y discrecional