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Estaba tan cantado como que dos más dos son cuatro —que ni a Kichi le daría seis—: se ha hecho presente en Mar del Plata la Comisión Provincial de la Memoria quejándose por Montenegro y su «política de seguridad».
La última acción pública de este organismo —que es parte del Estado provincial y que goza de un presupuesto oculto, que no aparece reflejado en las cuentas de la PBA— había sido la denuncia contra el fiscal general Fabián Uriel Fernández Garello por su participación en la DIPPBA, la central de inteligencia del Proceso en la provincia que comandaba Ramón Camps. Garello era numerario y —según denuncia la CPM— integró un grupo que perpetró crímenes de lesa humanidad.
Hoy, vienen por un tema menor: la «política de seguridad» del intendente Montenegro. Un bleff para la gilada, que va a terminar mal. Según su propio equipo, hoy la sociedad no reconoce de quién es la responsabilidad de proveerle de seguridad frente al delito: hace tabula rasa con los ámbitos del gobierno, y los culpa a todos.
De ahí que hay que hacer algo. Para Montenegro, «hacer algo» es potenciar a la Patrulla Municipal y lanzarla sobre quienes están en la calle —con vicios y malos modos— «cuidando coches». Son un barato. A diferencia de lo que ocurre en el fútbol —ámbito en el cual los «cuidadores» son regenteados por las barras—, estos actores que son blanco de la persecución municipal, están por la libre.
Señalo que siempre he repudiado la aceptación de que el «trapito» es un actor social del cual somos responsables, y he planteado en estas líneas, y en la 99.9, que no considero la actividad «un trabajo».
La presentación en Mar del Plata de la CPM fue en el ámbito de la CTA local, la misma que estaba —horas más tarde— en el lanzamiento de la línea política surgida al calor de las ambiciones presidenciales de Axel Kicillof. Nada es por un buen propósito: ni la declamada «política de seguridad» municipal, ni la preocupación de la CPM por los desposeídos, todos ellos carne de cañón de una disputa de poder. Los verdaderos problemas, quedan ocultos detrás de estas polémicas estériles. En lo que cuenta de verdad, nada de nada: en su mayoría —como ha señalado el intendente— estas personas están fisuradas. No tienen retorno y tampoco hay ámbito alguno para poder actuar sobre ellos: la ley de salud mental no le permite a los mecanismos del Estado accionar de manera adecuada.
Nos rodea la locura: la que clínicamente debe citarse como tal, y esta otra locura de entender que todo es un flash, un conteo de posteos. El joven que cayó entre las piedras en Playa Chica había estado internado en el HIGA, en psiquiatría. La familia señaló que tenía problemas de drogas. Tenía 32 años. El que en enero de este año chocó a varios autos y se desmayó dentro del auto, tenía 24. Amabas familias, destrozadas, ya no sabían qué hacer ni cómo proceder.
A nadie parece importarle. Por ahora, sólo cascarilla mediática para entretener.