Los eventos ocurridos en los pasados días, que tuvieron por epicentro al Instituto San Antonio María Gianelli, han dejado una vez más a la vista la compleja situación de violencia que vive la sociedad argentina; una violencia que claramente tiene su origen en el discurso político que busca el enfrentamiento como instrumento de poder.
La tolerancia del Gobierno a los piquetes, a la quema de propiedades por parte de grupos que a turno son presentados como “vecinos indignados; la perseverancia sistemática en permitir ejercicios de justicia por mano propia, unida a la exaltación constante de dichas conductas por los medios, apoyada en un discurso político/periodístico que abreva en un conjunto de falsedades de corte social, son el caldo de cultivo de estos episodios.
Los eventos ocurridos en el colegio Gianelli indican claramente que este escenario social puede llevar a cualquier cosa. Los padres atacaron y golpearon a la directora y la vice del colegio, y amenazaron a la docente de música que, tal como lo revela en carta de lectores dirigida al diario La Capital, vive un momento de horror inesperado, tanto en lo personal como en lo familiar.
El grupo en cuestión, puntal de esta situación que tiene demasiados interrogantes, lideró -lo que consta en imágenes- la destrucción de las instalaciones del colegio, sin que la presencia de policía y prefectos funcionara como elemento de impedimento o disuasión. Rompieron todo y de todo con saña sin explicación. Los funcionarios públicos presentes se revelaron impotentes para actuar. Seguramente la presencia de Crónica TV limitó sus opciones. ¿Por qué?: simplemente porque en una comunidad que actúa sinérgicamente respecto de algunos argumentos no probados, como la victimización sexual de los niños en el colegio y el consiguiente impacto familiar, lleva a que el funcionario se diga a sí mismo: “Si le pego a algún familiar, primero me hacen un sumaron, luego me echan y además me cuelgan el cartel de violador de los derechos humanos. No es buena idea”. Por eso no actúan.
Esta es una suma que resta. Navegamos en un discurso de pésima factura ideológica, en el cual se han perdido claramente nociones básicas de qué está bien, y qué está mal. La aparición de la secretaria del Colegio de Psicólogos de Mar del Plata, Patricia Gordon, en apoyo de los padres que impulsaron los desmanes y amenazas que han llegado a la persona de la abogada Patricia Perelló, así como a la misma docente, debería plantear un conjunto serio de interrogantes.
Primera cuestión: ¿puede un psicólogo hacer afirmaciones de la contundencia de las de Gordon, sin haber estado con los chicos en un trabajo profesional? Creo que la respuesta es obvia. ¿Puede afirmarse, como se ha hecho en distintos titulares en términos indubitables, que los niños han sido abusados, cuando el fiscal que actúa señaló que no hay evidencia física alguna? La respuesta es no, ciertamente.
De algo debería servir el calvario pasado por Marcelo González Calderón, a quien, aún libre por falta de cargo criminal dictaminado por el juez de la causa, le titulan “liberan al psicólogo violador”. Calderón es la persona a la que el mismísimo secretario de Seguridad de la Nación Sergio Berni caracterizó, prima facie, como el violador de Villa Urquiza. Berni aseguró entonces que hacía el anuncio por expreso pedido del juez, al tiempo que el magistrado de instrucción de Capital Federal Ricardo Farías lo dejaba en libertad y cesaba la persecución en su contra porque ni el ADN ni las ruedas de reconocimiento dieron positivo. Ni Berni se ha disculpado, ni el juez ha explicado públicamente por qué autorizó a Berni para hacer semejante afirmación -si es que alguna vez lo hizo-.
Lejos de cualquier reflexión al respecto, la psicóloga Gordon, aupada en su relación con la periodista Belén Cano y otros fantásticos seguidores, siguen afirmando lo que suponen con absoluta impunidad.