La gestión de Guillermo Montenegro transcurre entre algodones. Muy lejos quedó la furia con la que la cadena de corte y pegue local reportaba los siete días de la semana los errores y tropiezos de la intendencia de Carlos Fernando Arroyo y la actitud beligerante del gremio de municipales, hoy calladito como alumno al que mandaron al banco del fondo, por barullero.
La pandemia permitió la instalación de un relato épico, que luego se agotó. A tiempo, cuando el humor social tornaba ante el encierro inútil de la mega cuarentena y la situación tomaba temperatura, Montenegro se subió al trencito de los gastronómicos que fueron, en rigor, quienes dieron la batalla cívica por la apertura de la ciudad. Mar del Plata se rebeló e, increíblemente, los propios marplantenses parecen casi no tener registro de ello.
La suma de varias acciones como las de condonar tasas, abrir comercios sin imponerles trabas absurdas, y poner en vigencia el desarrollo de actividades gastronómicas al aire libre es el combo que explica por un lado el actual estado de las cosas y, por otro, el resultado electoral previsible de cara al 14 N. El 15 de noviembre comenzará otra historia.
La ciudad luce abandonada. Crece el pasto en los cordones de las calles en pleno centro. El asfalto —el karma mal de todas las administraciones— está cada día peor. El tránsito —que lo hacemos entre todos— es caníbal. Hay fallas importantes a la hora de llevar adelante las acciones más básicas: sin ir más lejos, otra vez se cayó el sistema informático, lo cual implica que las tareas más sencillas quedaron en paréntesis y se está perdiendo dinero por la falta de recaudación, entre otras cosas y sin ir más lejos, del estacionamiento medido.
Un plan en serio debería tener en cuenta entre sus prioridades que el sistema actual es obsoleto. Esta última caída, producida el pasado jueves 4 fue, según dicen, a causa de un virus. Constantemente sistemas cruciales caen en manos de hackers y traficantes de datos, y el estado de indefensión informática es enorme.
Un caso de chaleco es el esquema de poder interno que se ha consolidado tras años de prácticas que prohíjan muy malas políticas de administración. Por ejemplo, no hay un protocolo de acción que regule a los diferentes servicios de inspección de la comuna: cada delegación aplica su propio criterio. No hay pautas generales, lo que genera un escenario que da lugar a las peores prácticas.
En el caso de la puja entre bromatología e inspección general es curioso que, los que protestan, lo hacen desde un perfil ideológico común: se trata de APYME —estructura de superficie del Credicoop—, los curiles del Frente de Algunos Todos —en particular, los más referenciados al sector de Fernanda Montoto Raverta— y, en el centro de la movida, el ingeniero Pablo Filkestein, quien no habla en público pero es quien mueve todo este espinel.
Bromatología está a su aire y eso es, precisamente, lo que quiere mantener Filkestein: preguntado por las razones de su actitud dijo que era «para ser libre». Curiosa posición para quien, perteneciendo a la planta municipal, debería estar sometido a reglas de cumplimento estricto. Por la libre es para pensadores, filósofos y otras almas bravas; las prestaciones públicas son para servir al ciudadano, no para servirse del ciudadano.