Luego de décadas, los argentinos comenzamos a internalizar la idea de que el Estado es una organización cuyo objetivo es ordenar a la sociedad y cuyo objetivo supremo es el de resolver las demandas de los ciudadanos.
Hay sin embargo, en ese crecimiento en nuestra comprensión, algunas lagunas ideológicas y aún un marcado sesgo oligárquico en cuanto al acceso a los cargos estaduales en donde colisionan, cada día más intensamente, quienes están al servicio del público y quienes actúan frente a la sociedad como si estuvieran del otro lado del mostrador.
Un ejemplo claro es el que se da en torno a la toma de tierras en El Marquesado —tema que desarrollamos en extenso en el artículo central de esta edición—, ya que expone cabalmente de qué se trata, en lo cotidiano y de manera práctica, esta colisión de intereses.
Los actores de la toma no son, en ningún caso, personas que alguna vez hayan tomado un riesgo ya sea creando una empresa —sin importar el tamaño— o creando empleo —sin importar para cuánta gente—. No han tenido que lidiar nunca, por lo tanto, ni con una nómina, ni con el 931, o aceptado el riesgo implícito de enfrentar algún —casi siempre, ruinoso— juicio laboral.
Marcos Leonel Santucho —el presidente de la ONG a la cual la ABBE le entregó las 140 hectáreas en conflicto— no parece muy cumplidor: su calificación como deudor es de CINCO, es decir, se lo considera un deudor irrecuperable. Y no le va mucho mejor a uno de los aupadores de este proyecto, al arquitecto Fernando Cacopardo, de fluida relación con el rector de la UNMdP, con quien —en un café del centro de Mar del Plata— se los vio trazando una hoja de ruta.
En el café de marras, Cacopardo le aseguraba a su interlocutor que los dichos del «locutor Jacobo», que veían un propósito espurio en la toma como sería pedir dinero para retirarse del lugar haciendo caja, no eran para nada ciertos. Como periodista —locutor es una profesión que no desempeño— he señalado que es ya notorio y sabido que en las 140 hectáreas cedidas por la ABBE es imposible desarrollar un esquema productivo agrícola, sea este ecológico o no. Y, tal como lo señaló el propio Juan Grabois en un encuentro de grupos piqueteros, ellos —las organizaciones— «cuando hacen quilombo, es por la guita». Y si no es por dinero, ¿por qué lo harían? Por los pobres, seguro que no.
El arquitecto Fernando Cacopardo es un creador serial de proyectos destinados a la nada misma. Dice él mismo, es su currículum: «Maestría en Historia. Arquitecto, categoría: Inv. Independiente, disciplina científica, hábitat y diseño. Desarrollo tecnológico y social proyectos complejos […] Disciplina desagregada: Arquitectura-Tecnología de los materiales. Hábitat popular y tecnologías sociales». Rimbombantemente, se autopercibe como un «Aportante al campo de la urbanización popular: tecnologías de gestión en desarrollos colaborativos de hábitat y vivienda».
No ha colocado un solo ladrillo en treinta años de democracia. Eso sí: vive fantástico —siempre a cuenta de los contribuyentes— en el cómodo universo de la investigación con fines populares.
Hay dos universos: el de los que creen en el trabajo, y los que buscan atajos para vivir del erario público sin dar nada a cambio. No es sólo la tierra, es un modelo de cómo comprender la sociedad.