Era febrero de 1985, verano intenso, con la política asediada por interrogantes inmensos: juicio a las juntas, inflación alta, internas en el gobierno de Alfonsín, que había llegado para ir a levantar las persianas de las fábricas y no lograba hacer pie ante una deuda externa que adquiría proporciones monstruosas por la política monetaria del presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos, Paul Volcker.
Una tarde de febrero, al finalizar el espacio que conducía en LU6, me avisan: “está Bernardo Grispun en el Hermitage. ¿Por qué no vas y ves si podés entrevistarlo?” No lo pude entrevistar, porque allí él se notificó que sería reemplazado por Juan Vital Sourrouille. En ese momento, con la entrevista ya perdida y dispuesto a dejar el lugar, un compañero que trabajaba para Aldrey Iglesias me comunicó que “el Gallego” quería conocerme. Estaba sentado a la barra del lobby del hotel, y me acerqué.
Acodado sobre un mostrador que le quedaba demasiado alto, casi con las puntas de pie en el aire, se presentó sin mucho preámbulo: “Aldrey, un gusto. Dime qué tomas”. “Café”, respondí. “Hombre, no eres periodista entonces; los periodistas que trabajan para mí todos toman alcohol”, sentenció. Me resonaron dos cosas: periodista igual a alcohólico, y el concepto de propiedad que tenía de sus empleados. Le acepté una Coca con Fernet, se fue a atender otra situación, y cuando volvió le hice una pregunta cuya respuesta marcó toda mi conducta de estos años. “Dígame cómo hizo para quedarse con La Capital”, le tiré sin mucho filtro. Tamaño cuestionamiento irreverente de mi parte disparó una respuesta que, en mi opinión, expresó y expresará hasta su último suspiro su esencia, y además contesta muchas preguntas sobre la catadura de la dirigencia de esta ciudad: “gracias a gente que no tiene orgullo”.
Esa era la clave: el orgullo que los otros no tenían y él poseía en dosis enfermizas. Se quedó con el diario La Capital por la deuda acumulada en dólares de créditos tomados en el contexto de “la tablita de Martínez de Hoz”, que colapsó y destrozó la economía nacional brutalmente. Ante el pánico de los directores del diario, Aldrey se presentó como la solución, asumió la deuda, se hizo cargo del diario y literalmente pagó con el mismo dinero que generaba el periódico, es decir, sin poner una moneda propia. Además, reunió al personal, les anunció que era su salvador, les bajó el sueldo a condición de mantener el trabajo, reordenó la venta de publicidad en precio y términos de pago, y cortó los “kioscos” de periodistas y secretarios de redacción. Si los propietarios hubieran tenido “orgullo” en los términos de Aldrey, hubieran actuado tan brutalmente como él, y otra sería la historia.
Cebado por décadas de humillar a la dirigencia local, sometida por sus propias miserias y su colección de cadáveres en el placard, la vida, que siempre pasa factura y cobra y no da vuelto, colocó en el sillón de la Municipalidad de General Pueyrredon a un actor que nunca formó parte de los planes de Aldrey y su corte de los milagros con editor responsable incluido. La intendencia de Carlos Fernando Arroyo marca un capítulo alto en la reparación que el vecino votante merece, para que una elección sea un acto de dignidad cívica y no una burla a la decisión ciudadana.