Millones de personas con depresión, ansiedad o estrés dependen de fármacos cuyo funcionamiento en el cerebro no se comprendía. Un nuevo estudio revoluciona la disciplina.
El de los antidepresivos quizá sea el mayor experimento en tiempo real jamás realizado en la especie humana. Millones de personas consumiendo durante décadas una serie de fármacos —cuyo funcionamiento biológico nunca ha estado muy claro— para tratar patologías como la depresión o la ansiedad, siguiendo pautas de ensayo-error. Dosis que suben y bajan, principios activos sustituidos una y otra vez: fluoxetina por escitalopram, paroxetina por sertralina o viceversa, tratando de que en algún momento la combinación de fármaco-dosis sea la adecuada y aparezcan las tres cerezas. Pero en psiquiatría, menos de la mitad de pacientes alcanzan este premio terapéutico.
Con la pandemia, se ha multiplicado el número de personas que dependen de estos medicamentos de eficacia esquiva. La OMS publicó que, debido al covid-19 y sus consecuencias, los servicios de salud mental del 93% de los países del mundo están colapsados con nuevos casos. En España, la encuesta sobre salud mental que el CIS ha publicado esta semana indica que el 16% de los españoles ha sufrido uno o más ataques de ansiedad o pánico desde el comienzo de la pandemia.
En psiquiatría, la tesis que desde hace décadas sostiene el uso de estos fármacos se conoce como hipótesis monoaminérgica y viene a decir que la depresión o ansiedad están provocadas por una deficiencia en el nivel de neurotransmisores como la serotonina, noradrenalina y dopamina. Por tanto, en teoría, estos medicamentos eliminarían el problema al elevar la concentración de estas sustancias en el cerebro. Sin embargo, esto no es lo que siempre acaba sucediendo.
Hace unos días se publicó en la revista científica ‘Cell’ un artículo que lleva la vitola de revolucionario. Está dirigido por Plinio Cassaroto y Eero Castrén, dos neurocientíficos de la Universidad de Helsinki (Finlandia) que llevan años dándole vueltas a la paradoja de los antidepresivos, tratando de encontrar nuevas hipótesis alternativas que satisfagan todas las preguntas que genera la hipótesis actual y que puedan explicar la acción tanto de los antidepresivos clásicos —los primeros se empezaron a utilizar a finales de los 50 y en los 80 sufrieron una revolución con la llegada de los inhibidores de la recaptación de la serotonina— como de los más modernos. A ellos se unió hace unos años el español Rafael Moliner, que hoy figura entre la lista de autores del celebrado ‘paper’ que explica, al fin, cómo funcionan estos populares fármacos o por qué, a menudo, no funcionan.
Moliner, quien se graduó en Bioquímica en la Universidad de Barcelona, se especializó pronto en el estudio de la depresión a un nivel molecular. Qué pasa ahí dentro. Tras entrar en contacto con el trabajo de Castrén y su aproximación alternativa a la hipótesis imperante, cogió las maletas rumbo a Finlandia y se presentó ante el venerado neurocientífico. “Ahí comencé a trabajar en el maravilloso mundo de los mecanismos moleculares de los antidepresivos”, explica en entrevista con El Confidencial.
PREGUNTA: Pese a todo lo que desconocemos sobre los antidepresivos, desde hace décadas se están recetando a millones de personas. ¿Qué era exactamente lo que trataban de saber sobre ellos con este estudio?
RESPUESTA: Probablemente ha oído hablar de la hipótesis monoaminérgica, que es con la que llevamos trabajando muchas décadas, desde que se comenzaron a comercializar los primeros antidepresivos basados en la teoría de que, cuando la serotonina o la noradrenalina están bajas, ahí está la razón bioquímica de la depresión. ¿Qué pasa? Pese a que llevamos muchos años diseñando fármacos que tienen como diana estos sistemas de neurotransmisores, aún estamos lejos de obtener los resultados ideales. De hecho solo ⅓ de pacientes con depresión responden satisfactoriamente a estos tratamientos, lo cual es un problema grande, porque significa que los otros ⅔ solo responden parcialmente o no responden para nada. No está tan claro como pensábamos antes que tener la serotonina o la noradrenalina bajas equivalga a tener depresión y que lo que haya que hacer es aumentarlas. También teníamos otras cosas que nos indicaban que esto no era toda la historia. Los antidepresivos clásicos como la fluoxetina, el Prozac, tardan normalmente semanas en empezar a actuar, pero a nivel sináptico sabemos que estos fármacos comienzan a incrementar la concentración de serotonina inmediatamente; entonces, había algo que para nosotros no cuadraba.
P: Sin embargo, esta hipótesis sobre el origen de la depresión ha imperado durante años y todavía sigue haciéndolo.
R: Hace muchos años que, en nuestro laboratorio, Eero Castrén investiga los mecanismos detrás de los antidepresivos. Hace unas dos décadas o así empezamos a entrever que la neuroplasticidad era algo clave.
En 2008, Castrén, en colaboración con el laboratorio de Lamberto Maffei en Italia, publicó un artículo en ‘Science’ que era bastante rompedor en el campo de los antidepresivos, que mostraba que efectivamente lo que hacen estos fármacos es aumentar la neuroplasticidad después de dosificarlos de manera crónica durante semanas. Trabajaron con ratones que eran ambliópicos, es decir, que no veían bien con los dos ojos, similar a esos niños con síndrome del ojo vago en los que el parche busca potenciar que ese ‘ojo vago’ haga las conexiones adecuadas en el sistema primario visual para que ambos tengan una misma agudeza.
Nosotros teníamos ratones ambliópicos y veíamos que cuando eran adultos, aunque les pusieras el parche, el sistema era ya tan rígido que no podíamos reconectar sus cerebros del mismo modo; al contrario que pasa con los niños, cuya plasticidad neuronal ofrece unos resultados mucho más activos. Sin embargo, con el uso de fluoxetina logramos recuperar funciones visuales en ratones ambliópicos adultos.
En otro estudio de 2011, también publicado en ‘Science’, demostramos que el tratamiento crónico con fluoxetina incrementaba la plasticidad en circuitos neuronales involucrados en la respuesta al miedo, facilitando una suerte de ‘psicoterapia’ para ratones que les hacía mostrarse menos estresados en situaciones que asociaban con un estímulo negativo. Sin embargo, y esto fue lo más interesante, los ratones tratados con fluoxetina que no tuvieron sesiones de ‘psicoterapia’ no respondieron igual, sino que se mostraban mucho más estresados. Interpretamos esto como que los antidepresivos solo tienen efectos terapéuticos cuando se combinan con psicoterapia.
P: Porque los fármacos mejoraban la plasticidad y lograban devolver al cerebro esa capacidad de adaptación.
R: Exactamente. Y lo que hemos descubierto es que si estos medicamentos funcionan a base de incrementar la plasticidad del cerebro adulto, lo que básicamente hacen es incrementar el efecto que el entorno tiene sobre el cerebro. Dar estos fármacos en sí no tiene por qué ser terapéutico, solo incrementan esa neuroplasticidad. El problema es que hasta hace muy poco no teníamos claro cuál era este mecanismo molecular que permitía a los antidepresivos potenciar la plasticidad.
En el laboratorio llevamos también mucho tiempo trabajando con las neurotrofinas, que a nivel biológico son uno de los principales reguladores de la neuroplasticidad, tanto desde la etapa en la que somos bebés —cuando el cerebro es como una esponja— hasta en la más adulta, en la que todavía mantenemos algo de neuroplasticidad; de lo contrario no podríamos aprender nada nuevo.
Lo que es revolucionario de nuestro ‘paper’ es que hemos descubierto que los antidepresivos —tanto los clásicos como los más nuevos, como la ketamina, que es un antidepresivo de acción rápida y actúa en horas, no necesita esas semanas— todos tienen en común que se unen directamente al receptor TrkB, que es el receptor del factor neurotrófico derivado del cerebro o, en inglés, BDNF, clave para la neuroplasticidad en mamíferos y otros vertebrados en general.
P: ¿Por qué sospechaban de ese receptor en particular?
R: Hasta ahora llevábamos años dándole vueltas a cómo estas medicinas incrementan la plasticidad. Había modelos que intentaban explicarlo, pero no proponían un mecanismo unificado para la acción de los antidepresivos en general, porque se suponía que los clásicos y los más nuevos actuaban sobre receptores diferentes. Unos cuantos sospechábamos “¿y no puede ser un efecto directo sobre el receptor TrkB?”, pero nos costaba ponernos manos a la obra porque nos parecía demasiado rompedor. Era una locura que rompía todo lo que el campo de la psiquiatría llevaba 50 años siendo. Pero entonces llegó un ‘postdoc’ a nuestro laboratorio, Plinio Casarotto, que es mi supervisor y dijo: “No, no, vamos a probar esto”. Y cinco años después aquí estamos, descubriendo que todas estas drogas lo que están haciendo es facilitar la activación del receptor TrkB, lo cual incrementa la plasticidad del cerebro adulto: nos hace más sensibles a nuestro entorno; si los factores ambientales son positivos, maravilloso, eso es lo que va a hacer el efecto terapéutico y esto explica por qué la combinación de psicoterapia con antidepresivos es el tratamiento más eficaz, incluso más que cualquiera de los dos en solitario.
También explicaría estudios en poblaciones bastante curiosos que hasta ahora no estaban muy bien entendidos, como por ejemplo que parte de esta gente que no responde adecuadamente a los antidepresivos no solo no respondan, sino que incluso se ponen peor. Hay un estudio en particular que es muy interesante y asocia cómo la gente se recupera de la depresión cuando están en tratamiento dependiendo de su clase social. Se veía que quienes estaban en una situación más acomodada se recuperaban en un porcentaje mucho mayor que aquellas que estaban en clases más modestas y a las que se presupone están afectadas por un ambiente más negativo o pueden tener falta de necesidades básicas.
P: Sería un poco como la teoría estándar de la física, pero para la psiquiatría.
R: En cierto modo sí, desde nuestro punto de vista esto explica ya cómo funcionan los antidepresivos en general, porque sirve para fármacos que, si coges un libro de farmacología, funcionan de maneras muy diferentes. Pero ahora hemos encontrado a nivel molecular qué es lo que los une.
P: Todos tenemos a algún conocido al que el psiquiatra va cambiando de tratamiento y de dosis hasta dar con la tecla. Un poco ensayo-error, pero siempre dando por hecho que en el centro de ese tratamiento está el fármaco. ¿Este trabajo deja claro que solo un antidepresivo no es suficiente para sacar a una persona de esa situación?
R: Efectivamente, y además más allá; a un nivel preclínico en estudios con ratones, el laboratorio de Igor Branchi ya demostró que, cuando tú sometes a tratamiento crónico con fluoxetina a modelos animales de depresión y los pones en diferentes ambientes, los que pones en uno ‘enriquecido’ con una rueda para hacer ejercicio, más espacio o capacidad de interactuar, se recuperan de los síntomas depresivos mucho más rápido que los que ponemos en condiciones más estresantes. Estos no solo no acaban recuperándose sino que se ponen peor, y lo sabíamos aunque desconocíamos cuál era el mecanismo molecular. Pero ahora ya lo sabemos.
P: Ahora que saben que la plasticidad del cerebro está en el centro de la acción de los antidepresivos, ¿cuáles son los siguientes pasos?
R: Una pregunta clave para nosotros es saber por qué hay fármacos que funcionan mucho más rápido que otros. Los antidepresivos convencionales como la fluoxetina o el escitalopram necesitan semanas para empezar a actuar a un nivel psicológico observable, mientras que otros actúan muy rápido, como la ketamina o la psilocibina, el componente activo de las setas alucinógenas, que se ha descubierto que puede actuar como antidepresivo de acción rápida.
¿Cuál es la diferencia? Con Eero Castrén y Plinio Casarotto estamos trabajando en un modelo farmacocinético para ver si es un tema de que los fármacos tradicionales tardan más tiempo en llegar a las concentraciones adecuadas en el cerebro, por eso se necesita tomarlos todos los días y no se pueden abandonar; mientras que estos compuestos rápidos quizá pueden penetrar más fácilmente la barrera hematoencefálica hasta el punto de adquirir las concentraciones necesarias para activar el receptor TrkB inmediatamente.
P: En el ‘paper’ mencionan que el colesterol juega un papel en todo esto. ¿Cree que en un futuro se podría usar como marcador para saber si alguien está deprimido o si el cerebro está en el momento adecuado para comenzar la terapia?
R: Hay reportes de que, en muestras de pacientes que son suicidas o han cometido suicidio, el colesterol está más bajo. Lo que pasa es que hacer una asociación directa es complicado, porque el cerebro mayoritariamente utiliza el colesterol que él mismo produce, y además esto podría llevar a cuestiones complicadas con las estatinas, que son medicinas que toman millones de personas para controlar los niveles de colesterol. De hecho esa fue una de las primeras preguntas que nos hicimos: ¿qué está pasando con las estatinas, estarán bloqueando el efecto antidepresivo?
Lo que también encontramos en nuestro ‘paper’ es que cuando inyectábamos dosis muy, muy altas de estatinas para hacer que los niveles de colesterol en el cerebro se viniesen abajo, sí que veíamos que los antidepresivos perdían su capacidad de incrementar la neuroplasticidad. Pero cuando lo miramos en estudios poblacionales con humanos vimos que no es así, porque la mayoría de estatinas no traspasan el cerebro.
Con las dosis que se utilizan normalmente para humanos, las estatinas no deberían tener ningún problema. Con respecto a los niveles de colesterol en sangre, es algo que requiere de más investigación. Es posible que en el futuro podamos encontrar algún enlace.