Nada es definidamente novedoso o único; los ladrillos de lo nuevo llevan en su entraña algo de lo viejo, es sobre escombros que se construye y reconstruye. Así lo revelan la arqueología y también la paleontología. Una y otra vez los humanos reiniciamos la historia, y toda historia tiene algo de la anterior, aunque nos empeñemos en no reconocerlo.
La historia de construcción democrática iniciada hace treinta años es una reconstrucción de los propósitos originales de los padres fundadores de la generación del ’80, visionarios de una lucidez extrema que aún hoy asombra. En 1910, Argentina era un país con una tremenda vastedad territorial para los apenas 1.200.000 habitantes que lo poblaban; esa vastedad requirió de un enorme esfuerzo de civilización, que fue realizado no de cualquier modo. Juan Bautista Alberdi señalaba entonces: “Gobernar es poblar en el sentido de que poblar es educar, mejorar, civilizar, enriquecer y engrandecer espontánea y rápidamente, como ha sucedido en los Estados Unidos”. Agregaba Alberdi que “para civilizar por medio de la población, es preciso hacerlo con poblaciones civilizadas; para educar a nuestra América en la libertad y en la industria, es preciso poblarla con poblaciones de la Europa más adelantada en libertad y en industria, como sucede en los Estados Unidos. Los Estados Unidos pueden ser muy capaces de hacer un buen ciudadano libre, de un inmigrado abyecto y servil, por la simple presión natural que ejerce su libertad, tan desenvuelta y fuerte que es la ley del país, sin que nadie piense allí que puede ser de otro modo”. Es obvio que para Alberdi, como para Sarmiento, Estados Unidos era el faro de luz que inspiraba el país que visionaban.
Manifestaba Alberdi -y ha sido y es motivo de discusión y agravio- que “la libertad que pasa por americana, es más europea y extranjera de lo que parece. Los Estados Unidos son tradición americana de los tres Reinos Unidos de Inglaterra, Irlanda y Escocia. El ciudadano libre de los Estados Unidos es, a menudo, la transformación del súbdito libre de la libre Inglaterra, de la libre Suiza, de la libre Bélgica, de la libre Holanda, de la juiciosa y laboriosa Alemania. Si la población de seis millones de angloamericanos con que empezó la República de los Estados Unidos, en vez de aumentarse con inmigrados de la Europa libre y civilizada, se hubiese poblado con chinos o con indios asiáticos, o con africanos, o con otomanos, ¿sería el mismo país de hombres libres que es hoy día? No hay tierra tan favorecida que pueda, por su propia virtud, cambiar la cizaña en trigo. El buen trigo puede nacer del mal trigo, pero no de la cebada. Gobernar es poblar, pero sin echar en olvido que poblar puede ser apestar, embrutecer, esclavizar, según que la población trasplantada o inmigrada, en vez de ser civilizada, sea atrasada, pobre, corrompida. ¿Por qué extrañar que en este caso hubiese quien pensara que gobernar es, con más razón, despoblar?”.
Es el que antecede un texto que a 153 años de publicado tiene una impronta extraordinaria y notable. Tal como marcha la humanidad, todo tiende a repetirse. Ubicar la nación, fortalecer la educación pública masiva y accesible con todos los elementos de la tecnología, repensar el esquema jurídico del bien protegido; la vida, no la facciosa muerte a manos de unos pocos, son tareas ineludibles que deben abordarse fervorosamente, para reiniciar el trabajo de esta generación de hombres notables que aún hoy nos iluminan.