El nuevo Papa deberá mover una inmensa maquinaria que durante el reinado de Benedicto XVI se dedicó a la introspección y al análisis, abandonando el mundo y sus problemas cotidianos.
La renuncia de Benedicto XVI al ejercicio de su pontificado no sólo supone un momento excepcional de la historia de la Iglesia sino que abre además la puerta a muchos debates, tan necesarios como impostergables, en el momento más delicado de la institución en muchas décadas.
El Papa que se retira, señalado por los especialistas en política vaticana como ultraconservador, se aleja sin embargo a partir de una decisión que bien puede llamarse revolucionaria. A partir de hoy, y por los siglos de los siglos, ya nadie tendrá a la muerte de un Papa como límite inevitable de su pontificado.
En ninguna parte del dogma católico existe alusión alguna al límite de vida como culminación de un papado. Tal disposición no aparece explicitada o siquiera insinuada en ninguna disposición de ningún Concilio, limitándose a lo que bien podríamos definir como reglamento o canon disciplinario, al que la costumbre convirtió en una “ley no escrita” que Ratzinger demuele ahora de un solo plumazo.
Ocurre que además existen controversiales disposiciones que se encuentran en un plano de igualdad en la ley canónica de esta costumbre que hoy agoniza. El celibato sacerdotal, la prohibición al sacerdocio femenino y la situación de los separados vueltos a casar son tan sólo algunos ejemplos de lo que a veces se confunde con dogma y no pasa de ser una disposición tomada por los cuerpos vaticanos y por tanto sujeta a debate y reforma sin el riesgo de caer en el pecado o la apostasía.
Y así como el Vaticano II consagró para siempre la acción de los laicos dentro de la Iglesia, la renuncia de Benedicto XVI abre paso a un debate rico y fecundo al que sería suicida evitar y mucho menos prohibir.
Se abre ahora la etapa sucesoria que en esta ocasión, y por la sorpresa del anuncio, no estará precedida de negociaciones y debates entre los diferentes bloques de la Iglesia romana.
El Papa germano trabajó intensamente en los últimos años en su decisión de conformar un colegio cardenalicio con mayoría de seguidores de su postura neoconservadora, y no sería demasiado arriesgado pensar que esta renuncia ha sido pensada para obligar una decisión rápida acerca de su sucesor, consagrando a alguno de sus más cercanos colaboradores.
Si ello ocurre, estaremos frente al cónclave más corto de la historia. Si por el contrario los bloques de las dos Américas, el de los países nórdicos y el de África resuelven sentarse a negociar un nombre durante el desarrollo del encuentro, podemos tener que prepararnos para uno de los más largos de la era moderna.
Pero son todas especulaciones. Lo único cierto es que nada será igual desde ahora en la Iglesia Católica Romana, y que quien parecía destinado a frenar el avance de la misma en los difíciles y desafiantes caminos de la modernidad acaba de tomar una decisión revolucionaria, valiente y fundacional.
Que de cualquier forma se inscribe en una larga historia de coherencia en la política romana que comienza allá por la mitad del siglo XX, cuando SS Pío XII debió hacer grandes sacrificios –incluido su prestigio- para rescatar al Vaticano de las apetencias de Adolfo Hitler, algo para lo que insólitamente contó con la “complicidad” del propio Mussolini, que accedió a la firma del Concordato de San Juan de Letrán que dejó sin argumentos al líder nazi en su sueño de tomar prisionero al Papa y elevarse por encima de ese poder divino-terrenal que tanto lo desvelaba.
Que siguió con la sabiduría de SS Juan XXIII, que convirtió su papado de transición en un momento sublime de la Iglesia que a partir del Concilio Vaticano II pudo lanzar su fuerza hacia el futuro, acoger a los curas obreros que amenazaban con irse del redil e incluir en la agenda los temas del nuevo tiempo.
Que encontró en SS Paulo VI al equilibrista capaz de amortiguar el tiempo post conciliar, e inclinándose hacia la izquierda o hacia la derecha según lo requiriese el momento, contener a quienes por retardo –liderados por el cismático Marcel Lefevre- o por apuro –encarnados en el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo- buscaban darle al magisterio una impronta que nada tenía que ver con los acuerdos arribados en la cita universal.
Y plasmó en SS Juan Pablo II lo que había sido el sueño de su efímero antecesor, el cardenal Albino Luciani, quien en sus treinta y tres días de trágico reinado había centrado su mira en el desmantelamiento de la vieja y corporativa curia de Roma y que además puso a la Iglesia en el centro de la política mundial. El Papa polaco fue protagonista casi excluyente de la caída del Muro de Berlín, a partir de su apoyo incondicional al movimiento nacido en su tierra natal de la mano de Lech Walesa y de una sólida alianza con el conservador Ronald Reagan, con quien dicen se entendía con un solo guiño.
Ratzinger fue el encargado de codificar esos tiempos y abroquelarse en un apostolado cuasi litúrgico en el que la interpretación de las normas fue más importante que la acción, y en el que si bien se perdió la adhesión de muchos creyentes, se echó luz sobre el pensamiento vaticano acerca de los temas delicados del nuevo tiempo.
Todos fueron uno y uno fue el espíritu de todos. El que alumbre este cónclave deberá ser un Papa de acción que lleve con firmeza y rapidez la nave hacia una nueva evangelización que reconcilie a los pastores con su desorientada grey. La agenda del nuevo Papa deberá ser la agenda de la gente; si no lo hace, la propia existencia de la Iglesia estará en peligro.
Dicen que en la elección del Papa está presente Dios. Esta vez, ello será más necesario que nunca.
Me vuelvo a casa
El Vaticano ya ha confirmado la noticia: «El Papa Benedicto XVI renuncia a su cargo». Pero, ¿cabe «la renuncia» en una institución ancestral como la Iglesia Católica? La respuesta es sí, aunque el último precedente tiene cinco siglos de antigüedad.
El Papa Gregorio XII, representante de la Iglesia desde 1406 hasta 1415, tuvo que abandonar su posición para poner fin al llamado «cisma de Occidente», que dividió a la jerarquía católica en dos ramas: Clemente VII en Avignon, y Urbano VI en Roma, se excomulgaron mutuamente y el cisma quedó abierto durante varias generaciones, hasta la renuncia de Gregorio XII.
En principio, el derecho canónico no establece ninguna oposición, siempre y cuando el Pontífice exprese su renuncia de «forma pública y libre».
Así lo ha expresado Benedicto XVI durante la canonización de los mártires de Otranto: «Siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005», ha expresado el Pontífice achacando la decisión a su «avanzada edad» y a su «falta de fuerza».
El 28 de febrero de 2013, a las 20 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante. A partir de este momento la cuestión será irreversible: «Una vez hecha la renuncia y manifestada, en el modo que sea, a la Iglesia por el Romano Pontífice, queda vacante (la sede pontificia) y no puede volverse atrás», recoge el canon.
Un palo polaco
Stanislaw Dziwisz, cardenal arzobispo de Cracovia y secretario de Juan Pablo II, ha sido una voz discordante por la renuncia de Benedicto XVI. «De la cruz no se baja», ha afirmado Dziwisz, la persona que más cerca estuvo de Juan Pablo II hasta el mismo día de su muerte, y que vio cómo Karol Wojtyla llevó la enfermedad con gran fortaleza sin dejar el Papado. Pareció olvidar que no todos los hombres reaccionan de igual manera y que tal vez el actual Pontífice llegó a la conclusión de que la Iglesia no podía soportar dos Papas agonizantes y limitados en tan pocos años. La historia juzgará el valor de dos actitudes tan diversas.