Los países del Golfo Pérsico dedican millones a blanquear su imagen desde la apuesta por el conocimiento, pero aún es un entorno hostil para alumnos y docentes occidentales.
El treintañero Matthew Hedges, investigador de la universidad británica de Durham, viajó a Emiratos Árabes Unidos el pasado abril. Quería reunir información para su tesis doctoral, centrada en las repercusiones de la Primavera Árabe para la estrategia de seguridad del país. Tras dos semanas de pesquisas, fue arrestado en el aeropuerto deDubai cuando se disponía a regresar a casa. Permaneció entre rejas durante seis meses, la mayoría del tiempo sometido a un confinamiento solitario. El mes pasado, un tribunal lo condenó a cadena perpetua tras acusarle de ser agente del MI6. Una semana después, un indulto presidencial allanó su salida de Emiratos. «Jamás me imaginé que esto pudiera pasar. Me sigue pareciendo inconcebible que se le pueda pagar así a una persona que estudia y produce conocimiento», reconoce a PAPEL la colombiana Daniela Tejada, la esposa de Matthew y el rostro que ha batallado durante meses para lograr su liberación.
Su calvario ha desempolvado el recuerdo de otras tragedias recientes que han salpicado la investigación universitaria en Oriente Próximo. Como la del italiano Giulio Regeni, estudiante de la Universidad de Cambridge que preparaba una tesis sobre el movimiento sindical egipcio cuando fue torturado hasta la muerte a principios de 2016. Su cuerpo, mutilado y desfigurado, apareció en una cuneta a las afueras de El Cairo con unas señales que muchos vincularon inequívocamente con el modus operandi habitual de las fuerzas de seguridad egipcias, protagonistas de un largo y atroz historial de violaciones de los derechos humanos contra su propia población. A punto de cumplirse tres años de un crimen que tensó las estrechas relaciones entre Egipto e Italia, su autoría continúa entre tinieblas.
Precisamente la semana pasada, la Fiscalía italiana -cansada de la falta de colaboración del régimen egipcio- incluyó a cinco agentes de los servicios de seguridad del país árabe en la lista de sospechosos implicados en la desaparición del joven de 28 años. Se trata de un general, dos coroneles y un comandante enrolados en la Seguridad Nacional, un servicio de inteligencia y elemento clave del Estado policial egipcio. La abogada de la familia de Giulio, Alessandra Ballerini, asegura, en cambio, haber reunido hasta una veintena de nombres involucrados en su homicidio. Y apunta alto: «Resulta difícil creer que el presidente Abdelfatah al Sisi no estuviera al tanto de lo que estaba ocurriendo con Regeni. Es imposible que no supiera nada». Las autoridades egipcias, en un comunicado remitido a este diario, insisten en que “la legislación local no reconoce el llamado registro de sospechosos” y recalca que «las investigaciones no han aportado pruebas claras» de la implicación de los agentes.
La sucesión de ataques a investigadores, sin embargo, suscita serios interrogantes acerca de los peligros que afrontan los investigadores que se desplazan a Oriente Próximo para desarrollar su trabajo de campo. «Hay dos tipos de riesgos: aquéllos que derivan del tema de la investigación y los relacionados con el contexto en el que esa investigación se lleva a cabo», explica Andrea Teti, profesor del Departamento de Política y Relaciones Internacionales de la universidad escocesa de Aberdeen. «En los casos de Regeni y Hedges, la investigación no representaba riesgos importantes del primer tipo. Fueron las autoridades gubernamentales las que decidieron interferir. Tales acciones tienen a menudo poco que ver con el investigador o su tema de tesis. A veces son parte de disputas internas más amplias o contextos geopolíticos, aunque tampoco ha sido inusual que, a lo largo de la Historia, los regímenes autocráticos presionen a los académicos con el objetivo preciso de desalentar el estudio», agrega.
Territorios hostiles al conocimiento donde la disidencia interna es silenciada a diario y la investigación académica levanta múltiples sospechas. «Ser académico es una labor muy arriesgada en el mundo árabe. Leyes contra el terrorismo y el cibercrimen, vagas y ambiguas, están siendo empleadas para restringir la libertad de expresión», alerta Hiba Zayadin, investigadora de Human Rights Watch (HRW). «El de Hedges no es el primer caso en Emiratos. A principios de 2018, el investigador local Naser bin Ghaith fue condenado a 10 años de cárcel. Lo que llama la atención es que, al mismo tiempo, Emiratos invierta considerables esfuerzos en presentarse como un Estado tolerante, progresista y respetuoso con los Derechos Humanos», desliza la activista.
Una eficaz campaña de relaciones públicas a golpe de petrodólares que ha seducido a decenas de universidades occidentales, que en la última década han ido inaugurando sucursales a lo largo y ancho del Golfo Pérsico. Desde La Sorbona o la New York University, con sendos campus propios en Abu Dabi -la capital de Emiratos-, hasta la London Business School o las universidades británicas de Middlesex, Bradford o Exeter -afincadas en el vecino Dubai-, pasando por la University College London o la Georgetown University School of Foreign Service, en Qatar. Una vertiginosa expansión que hoy se halla en el ojo del huracán. «Estas filiales no pueden garantizar la libertad académica ni los derechos LGBT. Explotan, además, a inmigrantes y son cómplices en la estrategia de poder blando de los regímenes autoritarios», replica John Chalcraft, profesor de Oriente Próximo de la London School of Economics and Political Science. «Aprovechan los inflados precios del combustible fósil para servir a la marca, la expansión corporativa de un pequeño grupo de universidades de élite, la pedagogía del mercadeo y la profundización de la desigualdad educativa a nivel mundial”, advierte.
En España, existen aún pocas huellas de la cooperación con las monarquías del Golfo. Uno de los contados casos es el de la Universidad de Málaga, que hace cuatro años firmó un convenio marco con la de Sharjah, uno de los siete Emiratos ÁrabesUnidos. Conscientes, tal vez, de la mala prensa de esos lazos, desde la institución malagueña precisan a este diario que, más allá de «algunas actividades particulares de investigación e iniciativas docentes», no ha habido «ningún convenio específico institucional que haya sido aprobado o desarrollado desde su firma». A juicio de Teti, «el problema básico es que los Estados Europeos han infrafinanciado la educación pública durante décadas y han empujado a las universidades a buscar alternativas».
La pesadilla de Hedges o el desenlace de Regeni, así como incidentes recurrentes -como la prohibición de entrada a Dubai de un profesor de la London School of Economics en 2013 para participar en un coloquio sobre la represión en Bahrein-, han hecho saltar las alarmas. «Las universidades occidentales están en la obligación de re-evaluar sus relaciones con Emiratos. Ninguna fuente financiera puede primar sobre los derechos de los investigadores y las libertades de expresión y académica. Tienen un deber ético y legal», argumenta Tejada. Y la rebelión ha comenzado a bullir por las instituciones matrices. John Archer, profesor de la New York University, es uno de los rostros de una lucha que acaba de arrancar. «225 docentes de la universidad nos hemos unido para solicitar a la administración que aborde la libertad académica en todos los campus, clarificando nuestras políticas que supuestamente lo garantizan en Abu Dabi, Shangai y Tel Aviv», comenta, «optimista» a pesar de que nunca hayan respondido a sus demandas «y quizás jamás lo hagan directamente».
Las presiones internas, no obstante, han cosechado ya algunas victorias. «Muchas universidades deberían secundar el ejemplo de la de Liverpool, que el mes pasado suspendió su proyecto de abrir un campus en Egipto alegando como motivo la situación política. Las que ya tienen campus en Emiratos deberían revisar sus lazos e informar a sus alumnos del ambiente represivo en el que trabajan, con tolerancia cero a las críticas, ausencia de garantías judiciales y denuncias de torturas y vejaciones en las prisiones», concluye Zayadin.