Cartas de un judío a la Nada

Cardelius, 341

El arado traqueteaba inútilmente. El terreno era malo, lleno de piedras y con una tierra arenosa y estéril. Pero era lo único que tenían, y él no recordaba cómo hacer otra cosa que no fuera sembrar, cosechar y mirar al cielo con ansias. El caballo,  un caballo feo y flaco, se estaba muriendo de hambre; y él mismo ya estaba contando los días para hacer lo mismo. Pero el arado era bueno, de hierro y  recién forjado. Había tenido que matar para conseguirlo, era cierto, pero el arado era bueno.Habían llegado allí huyendo, cuándo no, de una guerra. Los ejércitos eran como plagas de langostas: iban a sus anchas por el campo, se detenían donde querían y consumían lo que les daba la gana. Habían llegado a su casa una mañana; eran decenas. Entraron, requisaron todo y no les dejaron nada más que el bebé que ahora crecía en la barriga de la más grande de sus hijas. Los odiaba a todos. Si hubiera podido, los hubiera matado.

Pero ya estaba viejo. No quería recordarlo. En sus tiempos, él también había sido soldado. No lo admitía nunca, pero extrañaba aquella vida. Tenía una prometida joven y bonita esperándolo en su casa, y las prometidas bonitas de los demás esperándolo en todos lados. Muchas se mostraban dispuestas. Cuando era soldado, y joven, era apuesto y de espaldas anchas. Había otras que no. Que suplicaban, pedían clemencia, pero él las tomaba igual. Cuando uno está en guerra, esas cosas pasan. Y ellos se aseguraban de estar siempre en guerra.

Después, aquel imbécil bárbaro le había atravesado la pierna de lado a lado con su lanza y él estuvo a punto de morirse. La pierna se le había hinchado y supurado, tuvo fiebre por semanas. Estuvieron a punto de cortársela, pero al final  lograron salvarlo. Estaba demacrado, débil y cojo, pero vivo. Le dieron una parcela de tierra y le dijeron que la cultivara, y eso hizo. Por años y años cultivó el campo, le hizo hijos e hijas a su mujer y miró al cielo con ansias. Y sin darse cuenta, se fue haciendo viejo.

El soldado murió, el campesino se convirtió en todo. Llegó a amar esa vida. A amar su tierra, su casa, sus hijos, sus animales y a su mujer. Las guerras eran lejanas, contiendas entre soldados entrenados y bárbaros indisciplinados, pero  traían prosperidad. Después, las guerras cambiaron. Fueron guerras de soldados contra soldados. De fieles a tal gobernador contra fieles a tal emperador, y cosas así. Él no entendía nada de política, pero empezó a preocuparse cada vez más. Por las noches, los fuegos se veían a lo lejos y cada vez brillaban más cerca.

Cuando el ejército lo dejó en la ruina, él se fue. Hijos varones no le quedaba ninguno, se los había devorado el ejército. Hijas mujeres, la mitad. Algunas se habían casado, otras habían muerto de alguna enfermedad. Las tres que quedaban eran estúpidas y molestas. Y para colmo, una de ellas se había abierto de piernas para los soldados, una y otra vez. Estaba más usada que sus botas y ahora tenía, encima, a un crío en la barriga. Había pensado en matarla. Sería lo más fácil. Se desharía de una prostituta y de un bebé molesto al que nadie quería ni cuidar ni alimentar. Pero su mujer le dijo que no lo hiciera y él, vaya uno a saber por qué, le hizo caso.

Mientras huían, una noche, pasaron cerca de una finca. Era un lugar cargado de lujos. Alrededor de la casa había estatuas y fuentes, columnas, jardines. Un verdadero palacio. En los campos circundantes había animales sanos y fuertes, y arados de primera. Él decidió llevarse uno. Era la diferencia entre la vida y la muerte para lo que quedaba de su familia. Pero uno de los hombres lo vio, uno de los sirvientes, y estuvo a punto de dar la voz de alarma. Él lo mató, sin miramientos, y le sorprendió lo arraigado que tenía el hábito. Se dio cuenta de que son cosas que uno en realidad nunca olvida.

Y ahora ahí estaba, tratando de abrir esa tierra yerma en el valle escondido donde se habían asentado. El caballo se moría, él también… Pero el arado tenía que alcanzar. Era bueno, de lo mejor, y él había matado a alguien para conseguirlo.

Nosotros veníamos siguiéndolo hacía dos días. Ellos sospechaban que el ladrón habría huido hacia el otro lado del río, y me contrataron a mí como guía. Llegaron e hicieron una sola pregunta: ¿de dónde había salido el arado? Le preguntaron al hombre, a su mujer y a la mayor de sus hijas. Los tres contaron una historia distinta, así que los mataron a todos.

Cuando se estaban yendo, después de haber prendido fuego la casa y haber arrojado los cadáveres a los perros, le dije al capitán de la cuadrilla que se estaban yendo sin el arado. El tipo me dijo que el arado no les importaba, que lo único que buscaban era justicia.

Así que dejaron el arado ahí, pudriéndose bajo la lluvia. Hay gente, condenados seamos todos, a la que le gusta morir y matar por nada.

 

Nemuel Delam

El judío errante