Mar del Plata, Argentina, 1998
Una calle de grava blanca que se pierde a la distancia, hasta fundirse con un muro de árboles y arbustos que pareciera ser el final del mundo. El viento que sopla en ráfagas rápidas que se visten de calina y atraviesan las esquinas como fantasmas repletos de repiqueteos. Y los perros que ladran, siempre, mientras yo camino.
Me asalta de pronto la sensación que acompaña a los desgarrones en la realidad. Es como una paramnesia o un déjà vu, pero no exactamente. Un escalofrío que te recorre la espalda, un frío seco que se te filtra entre los dedos y la certeza de que el Ojo de Aquel que escribe la Historia está puesto sobre uno. Es la sensación de estar mirando al Destino a los ojos, elevados en una cresta del océano de los acontecimientos desde la cual podríamos cambiar toda nuestra vida o, quizás, incluso el devenir del Universo entero.
Una sensación infantil y absurda. Al menos, eso es lo que grita la parte lógica de mi conciencia. Un espejismo, una ilusión. El material del que se forjan las leyendas, los ritos, las religiones, las creencias, la Fe. Nos encontramos de pronto abrumados por una realidad que nos estimula de forma impredecible y enseguida abandonamos la seguridad de nuestra propia identidad para sentirnos conectados con algo más. Con algo que, sencillamente, no existe. Algo cuya existencia es sólo exigida por nuestra mente obnubilada. Eso es lo que dice la parte lógica de mi conciencia.
La parte emocional está en silencio, expectante. Su paz es conmovedora. Mi yo emocional sabe, más allá de toda duda, que se encuentra en la frontera misma de un milagro, y lo espera con una calma profunda que sólo puede nacer en el eje mismo de su ser. Mi yo emocional está consustanciado consigo mismo, en un estado rayano con la experiencia del Yoga Máximo. Se siente, y por lo tanto está, parado en las puertas mismas del Nirvana.
Mi parte instintiva está alerta. Sabe que a veces los bandazos del Destino pueden ser traicioneros y está acostumbrado a las amenazas. No las teme, sino que las espera, como un guerrero enloquecido arrojado en el corazón de la arena, bañado en la sangre de enemigos abatidos y sonriéndole a la muerte con el puñal en la mano. Sabe que no tiene nada que perder y por eso espera ansioso el próximo desafío, dispuesto a darlo todo. Vive en una jaula, pero cada uno de sus barrotes, palmo a palmo, de extremo a extremo, están marcados por sus dientes.
Finalmente, está el miedo primordial. Buena parte de ser humanos tiene que ver con negarnos a nosotros mismos, todo el tiempo, esta parte fundamental de nuestra naturaleza. El miedo primordial está siempre presente, en todas nuestras acciones. Es, diría yo, lo que más nos define. Es el miedo a morir.
La muerte es la única certeza de nuestra vida, solemos repetir en un tono estúpido sin siquiera pararnos a pensar en ello; pero es una gran verdad. Hay una inconsciencia negra y profunda, una no-existencia aguardándonos en alguna parte del futuro, y nadie puede saber exactamente dónde. Pero sabemos, por encima de cualquier otra especulación que podamos hacer, que allí está y que nos encaminamos inexorablemente hacia ella.
Durante millones de años, nuestra raza fue forjada por esa certeza. Y si bien el confort y el bienestar de nuestros tiempos de prosperidad nos han ablandado, la lección dejada por eones de terror y huída aún está impresa en nuestra sangre. Luchar contra la muerte y dar muerte a los demás son las dos intenciones más antiguas de las que podemos hacernos eco. Hay una zona oscura en el alma del hombre donde habita un conocimiento espantoso: la certeza de que la propia existencia está erigida sobre el erial dejado por la muerte de centenares de seres que, o bien nos precedieron o bien perecieron para alimentarnos. Cada vida humana paga un enorme precio en otras vidas. Algunas, tan primitivas que apenas si merecen ser tenidas en cuenta como tales, es cierto; pero el problema son las demás. Las otras muertes de las que nadie habla, de las que nadie quiere hablar nunca.
El miedo nos mantiene vivos y nos vuelve egoístas. Sabe que la Muerte ha de llevarse a alguien y, con tal de no convertirse en su presa, es capaz de arrojarle el primer cebo que se cruce en su camino. Sus enemigos son el caos y el tiempo, que son lo mismo. El miedo primordial reconoce los temblores en la realidad, causados por los pasos titánicos del Destino como signos del paso del tiempo y, por lo tanto, como avances de la Cierta. Para él, todo se cuenta en términos de cuánto hemos avanzado en el camino que termina en nuestro final y por eso odia esa sensación de certeza. Simplemente, porque para él la única certeza es la muerte.
De pronto, el sonido de unas zapatillas triturando las diminutas piedrecillas de la calle descarrila el tren de mis pensamientos. Sin saber por qué me oculto detrás de un muro bajo que se alza sobre la vereda a mi izquierda. Veo pasar a un muchacho distraído en profundas ensoñaciones. Piensa, quizás, las mismas cosas que yo pensaba un instante antes. Al mirarlo a los ojos siento cómo mi corazón se saltea un latido y el vértigo me llena la boca con el sabor de la adrenalina.
Ese muchacho y yo tenemos exactamente la misma mirada.
Nemuel Delam
El judío errante