La semana que termina fue rica en acontecimientos en el país, la ciudad y el mundo. Elijamos, entonces, los que nos permitan sacar algunas conclusiones que vayan más allá de la coyuntura
Fueron siete días “como puñalada de loco”. El tarifazo, el paro docente, la invasión rusa a Crimea, Cristina pasada de light, el Papa y Obama, el crimen del taxista en Mar del Plata, casos de justicia por mano propia.
¿Qué elegir para la columna? Difícil y arduo.
Optemos caprichosamente por cosas que puedan hacernos reflexionar sobre el presente, el pasado y el futuro. Tres cosas que en la Argentina son una ensalada.
Nos vamos poniendo viejos
Afirmar que Carlos Arroyo muestra un perfil autoritario con su proyecto regulador de la actividad murguística es simplificar una cuestión mucho más profunda que sería imperioso debatir: las nuevas costumbres de la sociedad marchan mucho más rápido que los propios ciclos biológicos. Y además, plantear la iniciativa como prohibitiva es simplemente una demostración de la mala fe con que suelen interpretarse las cosas según la simpatía o antipatía que nos despierten los protagonistas.
Arroyo, docente amado por sus alumnos en etapa formativa, es, sin embargo, “viejo” para cosas que hoy son tomadas como habituales y que en los tiempos en los que él creció eran excepcionales.
El concejal de la Agrupación Atlántica presentó un proyecto de ordenanza solicitando que se prohíba la práctica de murga y/o percusión en cualquier espacio público, a excepción de “aquellos lugares públicos autorizados en la presente ordenanza”. A la vez, determinó que el lugar autorizado debe ser “el Parque Municipal de los Deportes, de lunes a sábados” de 9 a 13 y de 16 a 20.
Como puede observarse, tan solo un régimen organizativo, con el que quien esto escribe no coincide, pero que no puede ser tildado de prohibitivo ni mucho menos.
Molestar a los vecinos o interrumpir el descanso con cualquier tipo de estruendo era algo tan prohibido que no pasaba por la cabeza de nadie en su sano juicio. Y quien ha sido formado en esos valores -buenos o no, eran los valores con los que debíamos convivir no hace tantos años- es lógico que tenga resistencia a este nuevo tiempo. Un tiempo en que los ruidos estruendosos en la vía pública son normales, las paredes amanecen enchastradas de graffittis y arrumbarse en veredas y zaguanes a darse vuelta con “birras y algo más” ya no sorprende a nadie.
¿Puede descalificarse a alguien por pedir algún grado de ordenamiento en actividades que, siendo muy deseables desde lo cultural, pueden molestar a un entorno barrial que tan solo reclama su derecho a descansar? Por cierto que no.
Porque tienen el mismo derecho las murgas a actuar o ensayar como Carlos Arroyo a representar a aquellos vecinos que aún sueñan con las horas del reposo respetadas.
Y no le quepa duda que quienes hoy disfrutan del ruido murguero, dentro de algunas décadas posiblemente se encuentren reclamando por cosas que, para los jóvenes de entonces, seguramente parecerán antiguallas.
Como mi papá y mi mamá, que consideraban que el rock era diabólico y pecaminoso. ¿O ya nos olvidamos?
Me voy, se me enfría la bolsa de agua caliente
Un hombre de la historia
La muerte de Adolfo Suárez trajo al presente el recuerdo de un estadista gigantesco que bien puede ser llamado “padre de la democracia española”. En tiempos en los que el régimen franquista estaba aún en el centro de la escena, el hombre a quien el Rey había convocado tan solo diciéndole “¿me harías el favor?”, hizo del diálogo y la paciencia sus principales armas de acción política. Sabía, además, que salvar a España era perder el propio destino político; y no dudó un instante. Que al fin y al cabo, esa es una transición.
¿Qué representó aquél acuerdo? Tal vez, nada más claro para explicarlo que la trascripción parcial de un artículo publicado en el Diario La Nación por su corresponsal en España, Silvia Pisani, en la edición del 16 de enero de 2002 y que preferimos rescatar como la más contundente síntesis de lo que aportaron a la naciente democracia en la península. Dice Pisani que “pocas cosas nacieron con tan mala prensa y acabaron en la gloria”.
“Se firmaron el 25 de octubre de 1977– continúa- cuando el escenario político español era de diagnóstico reservadísimo. A un grado que difícilmente sospechen quienes hoy forman cola frente al consulado de Buenos Aires, a la espera de emigrar a un país en el que, por entonces, había que ser valiente para imaginar un futuro próspero.
En lo político, el vacío dejado por la muerte -dos años antes- del dictador Francisco Franco, jaqueaba al rey Juan Carlos, que asumió primero el gobierno temporal y, meses después, acabó como si nada con su primer presidente, Carlos Arias Navarro.
Eran tiempos violentos. La banda terrorista ETA entró en una escalada de atentados criminales, mientras grupos de derecha irrumpieron con presiones y asesinatos, algunos en pleno centro de Madrid. El descontento se expresó en huelgas y movilizaciones populares. Pero estaba claro que la sociedad española no quería eso.
Las dificultades cabalgaban sobre una gravísima crisis económica. Los precios se dispararon, sobre todo y azuzados por la crisis de 1973 los del petróleo, en un país que no lo produce. Las importaciones superaban en mucho a las exportaciones. La deuda externa se disparó en cuatro años a 15.000 millones de dólares y triplicó las reservas del Banco Español. La inflación se duplicó en solo un año y llegó al 40%. ‘Niveles de América Latina’, decía la prensa de la época. Y para coronar, un desempleo sin precedente”.
Hasta aquí, más de un paralelismo podría trazarse con aquellos difíciles días en España y los que hoy vive nuestro país. ¿Qué hizo Suárez? Entre lo primordial, buscó una mesa de consenso que, tras más de dos meses de trabajo, cristalizó en los acuerdos de Moncloa.
Pese a que abarcaban varios compromisos, dos fueron los centrales: medidas de choque para la crisis económica y, sobre todo, una modificación de fondo en la forma de relación entre las fuerzas políticas, lejos de canibalismos. Ambas cosas, combinadas, significaron un mensaje de sosiego y responsabilidad política que resultó balsámico para una sociedad enervada.
La misma demanda de sosiego que hizo la sociedad apuró su firma. Por caso, más de un historiador español insiste hoy en que Felipe González, el entonces líder del Partido Socialista Obrero Español, fue, al comienzo de la negociación, uno de los más renuentes. Pero pronto advirtió el alto costo político que tenía entre los españoles una actitud de enfrentamiento.
Había más de un costado para la crítica.
O tempora, o mores
¡¡Qué tiempos, qué costumbres!!
“Que veinte años no es nada“, decía la letra de Alfredo Le Pera en el tango “Volver”, que escribiera con Carlos Gardel. ¡¡Y qué razón tenía!!
¿Se Imagina, querido amigo, si veinte años atrás le hubiesen preguntado a usted si había visto la foto del presidente negro de los Estados Unidos y del Papa argentino?
Hubiese creído que su interlocutor estaba loco, ¿o no?