Washington, 1977
Alrededor de la mesa sólo había caras de preocupación. Hombres maduros, algunos ya casi ancianos, enfundados en trajes sobrios o en uniformes militares salpicados de medallas. Todos mostraban caras de absoluto abatimiento. Y en medio de esa manada de políticos, generales y funcionarios, estaba yo, esperando mi hamburguesa.
Cuando la secretaria del ministro de Defensa entró con la bandeja, supe que había actuado correctamente. Un gesto de desaprobación se encendió, como una llamarada, en esos hombres conservadores. Se repitió de uno a otro y, de pronto, todos estaban en mi contra. Eso era lo que necesitaba. Aquellos hombres estaban acostumbrados a lidiar con enemigos; y en esa mínima circunstancia, yo me había convertido precisamente en eso. Y en el peor terreno, en el terreno de las costumbres. Mike entendió enseguida a qué iba y decidió seguirme el juego.
– ¿Tú comerás eso? – me preguntó, en un tono bastante elevado como para tratarse de una simple conversación normal. – Esa hamburguesa tiene tocino. Y tú eres judío.
Estoy bastante seguro de que ésa última palabra hizo que uno de los generales se atragantara.
– Bueno, pero tú sabes bien que yo ya estoy más allá de las costumbres – respondí.
El general atragantado tomó la palabra. Miró a Mike y le preguntó, sin rodeos:
– ¿Quién es este hombre?
– Uno de los asesores del presidente – contestó Mike. Era cierto. Yo tenía un pequeño cargo nominal en la Administración. No cobraba, pero me habilitaba el acceso a cierto nivel de información. Mike, que en ese tiempo trabajaba para la CIA, lo había arreglado todo. Hacía casi veinte años que trabajábamos juntos. Aunque, si bien el título daba a entender otra cosa, yo nunca había visto a Carter en persona.
– Es más – continuó Mike. – Él es precisamente la persona que nos sacará de esta crisis en la que todos ustedes nos han metido.
Simplemente, sonreí. Creo que eso fue lo que finalmente los sacó a todos esos hombres de sus casillas. Mike estaba poniendo el destino del mundo en mis manos y yo simplemente sonreí, como si me estuvieran pidiendo que me encargara de preparar una barbacoa. Hubo gritos, insultos, acusaciones. A medida que la discusión se elevaba, comencé a atar cabos y a darme una idea de cómo salir del atolladero. Pero antes, dejé que realmente perdieran los estribos. El punto cúlmine llegó cuando Mike se dio el gusto de tumbar al secretario de Desarrollo de un golpe en la mandíbula. Fue magistral.
En algún momento, sin embargo, se encendió una pequeña alarma en mi cabeza. Estaba en el corazón del gobierno más poderoso del mundo, analizando una amenaza que tenía el potencial para convertirse en la peor de la historia. Y todos actuábamos como niños.
– Señores, por favor – dije. Todos hicieron silencio y me miraron. Era momento de que la función comience.
– No tengo todos los detalles, pero creo saber con qué estamos lidiando. Escritores de ciencia ficción han especulado con esta posibilidad durante años y ahora, a pesar de todas las reflexiones reales y artificiales que se han elucubrado alrededor del tema, ustedes se las han ingeniado para meternos a todos en este callejón que aparentemente no tiene salida. Pero no se alarmen. Yo sé bien qué tenemos que hacer.
– Usted cállese – dijo el general atragantado. Creo que nunca llegué a escuchar su nombre.
– Sólo les robaré unos minutos. Pongamos todas las cartas sobre la mesa. A pesar de todos los tratados internacionales que lo prohíben, el gobierno de Estados Unidos creó una base militar súper secreta en la Antártida, y allí estuvieron haciendo experimentos biológicos. Ahora piensan que uno de los virus artificiales que estaban desarrollando se salió de control y mató a todo el personal de la base. La otra opción es que los rusos hayan descubierto, anulado y conquistado el lugar, haciéndose con la instalación y las armas almacenadas allí. Mis obtusos amigos militares quieren solucionarlo todo de la forma más drástica posible, lanzando una bomba atómica sobre el sitio y evaporando lo que sea que esté allí: rusos, virus mortales o pobres científicos estadounidenses que han olvidado cómo usar sus radios y teléfonos. Pero al hacerlo, tendrían que justificar ante la comunidad internacional un estallido atómico en un sitio está vedado para toda actividad militar. Entonces, ¿cómo salimos del atolladero? La solución es simple: no hagáis nada.
Incluso Mike me miró con un rostro absolutamente demudado por la sorpresa. Ni él se vio venir eso.
– La Antártida es inmensa y absolutamente inhóspita. Todo virus necesita un huésped para sobrevivir. Si mueren todas las personas infectadas, muere el virus. Todo hombre necesita comer para sobrevivir. Sólo tienen que cortar las líneas de energía y los suministros, establecer una cuarentena alrededor del lugar y nada más. En cincuenta años, vayan y exploren el lugar. Mientras tanto, nadie necesita saber qué es lo que está pasando allí.
Y sin dejar de comer mi hamburguesa, me fui.
Nemuel Delam
El judío errante