Cartas de un judío a la Nada

Abadía Saint-Michel, 2002.

La abadía está encaramada sobre la colina como un viejo dragón dormido. Sus torres se reflejan sobre las olas bajas que la rodean. Saint-Michel está emplazada en una isla mareal, es decir que es accesible por tierra cuando las aguas se retiran. Es mi sitio preferido en toda Francia.

Desde hace años que regreso aquí cada vez que puedo. Últimamente, siempre me encuentro a un hombre rezando en una de las pequeñas capillas. Llega cerca de las seis de la mañana y se retira sólo media hora después. Hace lo mismo todos los días, sin importar la época del año, el clima o ninguna otra circunstancia. Sus costumbres comenzaron a llamarme poderosamente la atención.

Jamás lo veía en las misas, procesiones u otras actividades religiosas. Me sorprendía que, siendo lo suficientemente piadoso como para molestarse en ir a rezar todas las mañanas, no participara de otras manifestaciones de la Fe. Esta mañana, no sé por qué, me decidí a hablarle.

– Es que yo no creo en Dios – me contestó. Su respuesta me dejó confundido.

– ¿Y entonces? ¿Qué es lo que viene a hacer aquí cada mañana?

– Rezar.

– Pero usted es ateo.

– Sí, pero igual rezo.

El hombre se acomodó en el banco y me miró a los ojos. Tenía una serenidad en la mirada que me causó cierta incomodidad. Estaba demasiado seguro de sí mismo y era intimidante.

– Cuando era chico me crió mi abuela. Una mujer extremadamente religiosa. Su relación con Dios gobernaba todas sus decisiones y afectaba cada uno de los segundos de su vida. No hablaba de otra cosa. Estaba completamente convencida de la existencia de Dios y hablaba con él todo el tiempo. Me acostumbró a mí a hacer lo mismo. Yo no tenía ni tres años y ya miraba al Cielo y le pedía a Jesús que me ayudara a ser bueno. La Fe se convirtió en parte de mi personalidad, de mi identidad. Usted sabe que el cerebro es como un gran computador que realiza operaciones matemáticas continuamente. Mi cerebro se programó alrededor de una constante como la que usó Einstein para acomodar sus ecuaciones relativistas a la realidad: la Constante Cosmológica. Mi cerebro hizo lo mismo, adaptó todas sus operaciones para que tuvieran en cuenta su propia constante, la Constante Divina. Debo hacer mi tarea porque es mi obligación, porque me ayudará a afianzar mis conocimientos, porque la práctica me ayudará a resolver más rápido los mismos problemas cuando vuelva a lidiar con ellos… Y porque Dios me está mirando y espera que yo sea lo mejor que pueda ser todo el tiempo.

» La idea de Dios se afianzó tan profundamente en mí, que se convirtió en uno de los pilares de mi personalidad. Soy quien soy, hago lo que hago, pienso como pienso, quiero lo que quiero, porque la idea de complacer a Dios me fue moldeando de esta forma. No puedo evitarlo. Mi moralidad, mi sentido de la justicia y del deber están edificados alrededor de la idea de que Dios existe.

» Pero, a medida que fui creciendo y me fui conectando con otras ideas y formas de pensar, comencé a darme cuenta de que quizás me estuviera engañando a mí mismo. O aceptando un engaño ajeno y haciéndolo propio. Había demasiadas religiones, demasiados puntos de vista, demasiadas formas cómodas y prácticas de explicarlo todo sin la necesidad de recurrir a la idea de Dios.

» Finalmente terminé aceptando la idea de que, quizás, Dios no existía. Traté de acomodarme a esa idea. Traté de vivir como si así fuera. Y lo logré. Me di cuenta de que no necesitaba a Dios para ser feliz o para poder explicar al mundo. Que no necesitaba que Él justificara mis buenas acciones. Me di cuenta de que había alguien observando todo el tiempo lo que yo hacía y manteniendo un estricto control sobre la moralidad de mis acciones: era yo mismo.

» Pero los viejos hábitos son difíciles de matar. Estoy acostumbrado a razonar en forma de plegaria. Así que todas las mañanas vengo aquí, a pensar. Mis pensamientos los expreso en forma de oración, de charla con un Dios que sé que no está ahí; pero es una especie de placebo mental que me ayuda a razonar de mejor forma y a mantenerme en el camino que yo elegí porque considero correcto.

Me quedé en silencio; no pude evitar que me embargaran las lágrimas.

– ¿Qué le sucede? – me preguntó él.

– Nada. Sospecho que usted tiene razón, pero la idea me aterra. Toda mi vida gira en torno a la idea de que las cosas que me suceden, que me hacen único y me impiden alcanzar forma alguna de felicidad, se deben a que Dios me castigó. Si Dios no existe, ¿de dónde viene este castigo?

– De usted mismo – me dijo él. – Usted se tiene que perdonar y asumir que merece ser feliz.

Se levantó para irse. Pero antes de salir me miró y me dijo:

 

– Deje de castigarse y echarle la culpa a Dios.

 

Nemuel Delam

El judío errante