Trabas legales y burocráticas alejan de las urnas a millones de estadounidenses.
Los estadounidenses adoran las historias de redención personal como la de Desmond Meade, gente que se cae, se asoma al abismo pero es capaz de levantarse y reintegrarse en la sociedad. Pero cuando se ponen a aplaudirle al contar que –antes de licenciarse en Derecho con 50 años y convertirse en un respetado activista– vivió en la calle, fue drogadicto y pasó temporadas en la cárcel por posesión de cocaína y armas, Meade les para en seco.
El suyo no es un final feliz, o no del todo. Ha pagado su deuda con la sociedad y ha enderezado su vida, pero no es un ciudadano de pleno derecho. El día en que su mujer se presentó a las elecciones no pudo votar por ella. Tampoco puede ejercer su profesión. Ni comprar o alquilar una casa para su familia.
Meade, afroamericano, es uno de los 1,68 millones de ciudadanos de Florida con antecedentes penales a los que el estado ha despojado de sus derechos civiles. Uno de cada diez adultos del estado no puede votar, proporción que se dispara hasta dos de cada diez en el caso de los votantes negros. La medida, incorporada a su Constitución estatal en 1868, es una de las muchas trabas a las que se enfrentan los estadounidenses –en especial los afroamericanos y latinos– a la hora de ejercer el derecho al voto y que explican que la abstención sea, de largo, el partido político mayoritario en el país.
Tres estados de EE.UU (Florida, Iowa y Kentucky) prohíben votar de por vida a los convictos aunque hayan cumplido su pena, aunque hayan pagado su deuda, aunque fuera tan leve (el umbral en Florida para considerar delito un robo, por ejemplo, es de 200 dólares) que nunca tuvieran siquiera que pasar por prisión. Un cuarto estado, Virginia, está dando pasos para acabar con la restricción y dos más (Tennessee y Misisipi) ponen severas limitaciones a las personas que han delinquido.
Hay, en total, seis millones de personas afectadas por estas leyes, que tienen sus raíces en su atribulada historia de conflictos raciales del país. Abolida la esclavitud, fue la manera de los estados confederados para evitar que los esclavos recién liberados participaran en la vida política. Detenidos y juzgados por cualquier delito, por ridículo que fuera, quedaban marcados por siempre, con un acceso limitado a la vida civil. Muchas de las llamadas leyes de Jim Crow para reprimir y segregar a los negros fueron eliminadas en 1965 gracias al movimiento pro derechos civiles. Pero la supresión del derecho de voto –y prácticas que explican las cifras actuales de encarcelamiento masivo de negros– han sobrevivido.
El 6 de noviembre los habitantes de Florida tendrán la oportunidad de devolver sus derechos civiles a cientos de miles de personas. Además de renovar a sus representantes en el Congreso y elegir gobernador, ese día se encontrarán con una papeleta para enmendar su Constitución y restaurar el derecho de voto a los “ciudadanos que vuelven” ( returning citizens), como la campaña prefiere llamar a los convictos. Las personas condenadas por asesinato o delitos sexuales quedarían excluidas de la medida.
Actualmente, la única vía para recuperar los derechos civiles en Florida es recurrir a la Oficina de Clemencia del gobernador. Deben esperar que pasen cinco años desde que cumplieron su condena e ir con cuidado, porque una simple multa de tráfico puede dar al traste con sus esperanzas. Es un proceso largo y pesado que pocos emprenden. La media de espera es de 14 años, muchos más que en Iowa o Kentucky.
Aunque mucho depende de la voluntad del político de turno, las estadísticas no animan. Entre los años 2010 y 2015, la oficina del actual gobernador, Rick Scott, aprobó 2.000 solicitudes (tiene 20.000 pendientes). En el mismo periodo, la cifra de personas descalificadas para votar subió en 150.000 personas, según datos de Think Progress. Con su antecesor, Charlie Crist, el ritmo de aprobación fue mucho más alto (72.000 en cuatro años).
El movimiento para la restitución del derecho de voto ha ganado fuerza. Desde 1997, 23 estados han aprobado diferentes legislaciones para reducir las restricciones, en parte o totalmente. Según varias encuestas, alrededor del 70% de los habitantes de Florida apoyan la propuesta, promovida por numerosas asociaciones bajo el paraguas de la Coalición para la Restauración de Derechos de Florida, dirigida por Meade y otro expresidiario, Neil Volz, pero con un pasado muy distinto: un blanco que trabajó como lobbista para los republicanos en Washington. La ley, enfatizan, afecta a todos.
“Apoyamos esta causa porque creemos en las segundas oportunidades y cuando una deuda se paga, está pagada. Quitar el derecho de voto a un individuo de por vida va contra nuestros valores fundamentales”, explica a este diario Raymer Maguire, de ACLU (Unión de Libertades Civiles de América), responsable de la campaña por la reforma de la justicia criminal en Florida. Además, argumenta, en muchos estados se ha comprobado que el riesgo de reincidencia se reduce “significativamente” durante los tres años después de delinquir cuando se recuperan los derechos.
“No es un accidente que esta ley afecte de forma desproporcionada a la gente de color. Es así como fue diseñada”, apunta Maguire, recordando el origen racista de la ley. “Pero enmendarla no es un tema de partidos ni de razas. Todos en Florida reconocemos la importancia de las segundas oportunidades”, afirma el responsable de ACLU, confiado en que la propuesta alcance el 60% de los votos y se apruebe.
Lo que cientos de miles de personas recuperarían es, stricto sensu, el derecho a registrarse como votantes, porque ejercerlo es una auténtica carrera de obstáculos. Diferentes trabas legales y burocráticas desincentivan y penalizan, de nuevo, a la población negra y las minorías étnicas, las personas que cambian de domicilio con frecuencia, como los jóvenes, o la gente sin medios para ir a votar al colegio electoral que les toca, en especial en un día laboral. La exigencia de presentar un documento de identidad con fotografía –que es algo no es obligatorio en Estados Unidos– o la eliminación del voto por correo o anticipado hacen caer la participación entre estos colectivos.
Una sentencia del Tribunal Supremo eliminó en el 2013 partes de la ley de derechos electorales de 1965 que ponían bajo vigilancia a varios estados, la mayoría del sur, para asegurarse de que no volvían a las andadas y aprobaban leyes discriminatorias. El resultado, unos años después, es que las restricciones han aumentado. Entre el 2013 y el 2016 desparecieron 868 colegios electorales en distritos con fuerte población afroamericana, según un estudio del Leadership Conference Education Fund.
Este año, en Georgia, el intento de cerrar dos tercios de los colegios en un condado de mayoría negra con la excusa de que no estaban adecuados para minusválidos fue tan escandaloso que obligó a las autoridades a retirar el plan. En Texas, nada más conocerse la sentencia, se reinstauró la exigencia de presentar un documento de identidad con foto, mientras en Carolina del Norte se endurecieron los criterios de acreditación.
Frente a tantas trabas oficiales, desde la sociedad civil se suceden las iniciativas para incentivar y facilitar el voto. Heather, una demócrata de Maryland, ha estado enviando postales a posibles votantes para animarles a registrarse. Paul ha acudido cada domingo durante las últimas semanas a un mercado de Bethesda para repartir información sobre cómo registrarse. Los carismáticos estudiantes del instituto de Parkland (Florida) donde un joven mató a 17 personas en febrero han pasado el verano en un autobús registrando votantes jóvenes. Voluntarios en todo el país se ofrecen para transportar votantes a los colegios electorales el 6 de noviembre, mientras la plataforma Voto Latino llama a los miembros de la minoría más potente del país a implicarse y acudir a las urnas (en castellano a los mayores, en inglés a los más jóvenes).
Aunque la participación en las elecciones presidenciales en EE.UU. ronda el 60%, en las legislativas de mitad de mandato sólo se acerca al 40% (36,6% en el 2014). Este año, sin embargo, tanto demócratas como republicanos han detectado un gran entusiasmo en sus bases para acudir a las urnas. La campaña del Día de Registro Nacional de Votantes (el 25 de septiembre) se cerró con la cifra récord de 800.000 nuevas inscripciones. Aspiraban a llegar a 300.000, el doble de la cifra alcanzada en el 2014, cuando 154.500 personas se registraron para las anteriores mid-term. Al final superaron incluso el récord de las presidenciales del 2016, que estaba en 771.321 registros. Cada papeleta, insisten, cuenta. Las elecciones presidenciales del 2000 se decidieron por una diferencia de 537 votos, precisamente en Florida.