Coronavirus: entre la pandemia y la irracionalidad del sistema capitalista

Detrás de la paraonia que alientan Gobiernos y grandes medios se esconden demasiadas cosas.

Este miércoles, cuando la noche larga había entrado en Argentina, Donald Trump se rindió ante la evidencia de los hechos. La drástica medida de suspender los viajes entre Europa y EE.UU. intenta escapar a un escenario como el de Italia. Desafiando los pedidos de cooperación que invaden el éter mundial, el habitante de la Casa Blanca patea el tablero internacional. Las inciertas consecuencias habrá que calibrarlas en las horas por venir.

En ese país, hasta el sábado pasado, solo 1.700 personas se habían sometido a examen para averiguar si portaban el virus. Las razones de fondo radican en un sistema sanitario que deja a la deriva a millones de trabajadores y trabajadoras. La nación presentada históricamente como “tierra de oportunidades” no otorga siquiera el derecho a tener fiebre.

El escenario italiano aparece dramático. Al cierre de esta edición se contabilizan 827 muertos y más de 12.000 infectados. El país entero se encuentra en cuarentena. Sesenta millones de almas son fríamente confinadas a una prisión a cielo abierto.

Se exploran razones, hipótesis, explicaciones. Las respuestas van desde la edad de las personas hasta la crisis de su sistema sanitario. Un hecho es evidente: en la última década los gobiernos de aquel país redujeron el presupuesto de salud en 37 mil millones de euros. La cifra es astronómica. Equivale a menos camas, menos médicos, menos enfermeras, menos todo.

Benjamin Cowling, profesor de Epidemiología de la Universidad de Hong Kong, le dijo a la BBC que en Italia “los hospitales están muy ocupados y no hay suficientes médicos y enfermeras. Será un problema que afectará a muchos países, el no tener equipos, medicamentos y médicos suficientes”. Los datos parecen de su lado: en el Estado Español el sector sanitario sufrió recortes de entre 15.000 y 21.000 millones de euros en la última década.

La austeridad fiscal no nació de la nada. Fue la “herencia recibida” luego de que los Estados capitalistas salvaran conjuntamente a los bancos. Aquellos que en 2007-2008 llevaron al mundo al borde del precipicio.

Un hijo legítimo de la anarquía capitalista

La rabia de Bruno Canard es evidente. Trasluce cada línea de la carta que publicó hace solo una semana. El investigador francés trabajó durante años en la cepa de los coronavirus, incluso tras del brote del SARS (Síndrome Respiratorio Agudo Severo) en 2002. La falta de recursos y apoyo pronto lo dejó a la deriva: “Con mi equipo, continuamos trabajando, pero con fondos escasos”.

Peter Hotez sufrió la misma decepción. En 2016, junto a su equipo del Colegio de Medicina de Houston, estuvo a punto de lograr una vacuna contra el coronavirus. Se cortó el cash justo cuando debían pasar de realizar pruebas en animales a hacerlas en humanos.

Dos experiencias, dos fracasos. Miles de kilómetros de distancia. El coronavirus no era imprevisible. Desde inicios del siglo, con el SARS de por medio, se podían sentar las bases para crear vacunas de prevención. Muchas vidas podrían haber sido salvadas. El “tiempo perdido” que hoy lamentan los científicos no fue contingencia sino el resultado de las opciones políticas del Estado burgués.

La irracionalidad del mundo capitalista -nacida de la búsqueda incesante del lucro- provee otras aberraciones. Mientras hay vacunas que no se desarrollan porque no aportan rédito inmediato, hay pandemias que se “promocionan” desde los grandes laboratorios.

Así ocurrió con la extensión del virus H1N1, que fue popularmente conocido como Gripe A. Llegado al mundo en 2009, rápidamente se convirtió en un negocio excepcional para los grandes laboratorios. En julio de aquel año, Roche se enorgullecía de haber ganador USD 937 millones solo en el primer trimestre. Por su parte, la británica Glaxo proyectaba ganancias por USD 1.600 en los siguientes seis meses. Mientras tanto, la OMS omitía informar que tres de sus principales expertos mantenían lazos financieros con ambos laboratorios.

Detrás del frío recuento de contagios y muertes están los intereses del dueños del mundo, sus operaciones y sus maniobras. Detrás las puestas en escena, los intentos de torcer la vara en favor de sus negocios.

Alternativas

Hace pocas semanas, el filósofo Giorgio Agamben escribió “parecería que, habiendo agotado el terrorismo como causa de las medidas excepcionales, la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para extenderlas más allá de todos los límites”.

La pandemia realmente existente se alarga como una sombra. Acosa aquí y allá. Se multiplica en voces y palabras. Las grandes corporaciones mediáticas militan activamente: fabrican y distribuyen el discurso del terror y la paranoia. Populistas y liberales reclaman un Leviatán que imponga orden y control sobre el conjunto del territorio.

La sociedad es convertida en un gigantesco panóptico donde, en nombre del “bien común”, todos pueden ser sometidos a una férrea y constante observación. Racismo y xenofobia caminan de la mano, apenas un paso atrás.

Pero el Estado gendarme que vigila la puerta de cada hogar es el gran ausente a la hora de la prevención y los cuidados. En consecuencia, no puede ser garante de la salud de las grandes mayorías. Las medidas de emergencia que eventualmente tome tienen límite predefinido: el umbral de la gran propiedad privada capitalista.

Pero ante grandes catástrofes son necesarias medidas radicales, capaces de alterar realmente el orden existente. Para garantizar que esta nueva crisis no recaiga sobre las grandes mayorías hay que tocar las ganancias de las minorías privilegiadas. Aquellas que lucran con la salud y con la enfermedad, como ocurre con grandes laboratorios, clínicas privadas o bancos, entre muchos otros.

Virus evitables; pandemias “publicitadas”; países enteros aprisionados. A cada instante es posible vislumbrar la violenta irracionalidad del capitalismo, su decadencia completa. La lucha por superar su miserable horizonte se encuentra enteramente justificada.