El confesor del cura Grassi y capellán del Servicio Penitenciario fue acusado de abuso sexual

Eduardo Lorenzo fue denunciado en la justicia canónica y penal. Lo señalan por corromper y abusar de adolescentes de un grupo parroquial de Gonnet. Desde la gestión bonaerense aseguraron que sigue en el cargo porque no se le probó nada.

El capellán del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB), confesor de Julio César Grassi, está también -como el sacerdote fundador de Felices Los Niños condenado a 15 años de prisión- denunciado por abuso sexual y corrupción de menores. Se trata del cura Eduardo Lorenzo, que fue señalado por una de sus víctimas.

Desde el SPB explicaron que sigue en el cargo porque “la causa fue archivada y no encontraron nada en su contra”. Y aseguraron que, en caso de que se le hallara algo, lo apartarían inmediatamente. Mientras tanto, el abogado de León, uno de sus denunciantes, volvió a impulsar el caso.

León ya es un hombre, tiene 26 años. Moreno, con una sonrisa franca, se siente a gusto en la casa de sus “padrinos” en City Bell. Se trata de una pareja con cuatro hijos, católicos profundamente creyentes, que lo acompaña y protege desde que era un chico en situación de calle.

A los 9 años León, que oculta su verdadera identidad para la prensa pero no para la justicia, dejó de vivir con su familia. Había demasiados hermanos -seis- y pocos recursos. Tenía que salir a probar suerte para conseguir una vida mejor. Recorrió varios barrios de la zona sur cercana a La Plata, hasta que se afincó en City Bell, porque encontró vecinos solidarios. Se las arreglaba cuidando autos o llevando bolsas en un supermercado. Al principio, los empleados desconfiaron de él, pero después se encariñaron. El poco dinero que conseguía lo repartía con otros chicos a los que llama sus “hermanos de la calle”. También, de vez en cuando, volvía para dejar algo en su casa.

Un cambio de vida

Pero fue en entonces que conoció a los Frutos. Eran clientes del supermercado, aunque también los cruzaba en el Camino Centenario. Empezó a contarles cosas venciendo su timidez, y a escuchar sus consejos. No eran los únicos que le decían que no podía permanecer así hasta los 20 años, porque llegaría un punto en que la gente no lo ayudaría más y hasta le tendría miedo.

León sentía que podía contar con estos desconocidos como no podía confiar en sus propios padres. Se interesaban por su futuro, y lo ayudaban a reflexionar sobre qué camino tomar. Le propusieron dejar la calle y vivir en un hogar, desde donde podría ir a la escuela.

“¿Estás seguro de que querés eso? Porque vos sos un pájaro libre…” lo indagó Julio Frutos. León no quería otra cosa. Fue necesario conseguir antes una medida de protección de persona de un juzgado de menores, pero con la orden en la mano, la vida del nene cambió. Tenía una cama limpia, nuevos amigos y compañeros y un plato de comida asegurado. Sus padrinos empezaron a visitarlo todos los días. En la escuela, su desempeño era tan bueno que pudo aprobar dos años en uno.

Después de un tiempo, algunas actitudes algo mezquinas de los encargados con las donaciones que constantemente hacían los Frutos molestaron a León. Como ya se había integrado a un grupo parroquial de jóvenes de una iglesia de Gonnet de la que dependía el hogar para chicos los Leoncitos, lo trasladaron allí.

Mientras tanto, había terminado la primaria e ingresado a una escuela agraria en Bavio, a 40 km de La Plata. Tenía una mente despierta, y no solamente estudiaba, sino que trabajaba activamente con los integrantes del grupo, chicas y muchachos mayores, ya universitarios, haciendo viajes para misionar y ayudando a los más necesitados de los lugares que visitaban.

En uno de esos viajes, el cura que estaba a cargo murió inesperadamente, de un ataque al corazón. “No sabíamos que estaba enfermo, era muy reservado- recuerda León. Ahí fue que llegó el cura nuevo, Eduardo, y todo cambió”, lamenta.

Lo primero que le llamó la atención de Eduardo Lorenzo, “aunque eso no quiere decir nada”, admite , fue que no vestía ropas de cura. También su lenguaje, demasiado crudo.

Los primeros movimientos de Eduardo Lorenzo dentro de la comunidad generaron cambios para León. “Quiso dividirnos, y lo logró. Seleccionó a un grupo de cuatro chicos de entre los misioneros y nos hablaba mal de los otros: empezó a hacer diferencias. Te seducía, decía que era mejor estar con él que cantando en el coro con los otros y tocando la guitarra. Primero me convocó a mi, porque me conocía más. Yo estaba en el hogar y además ayudaba en la misa y en las bodas. Fui una carnada para atraer a los demás”, recuerda.

Uno de los recursos para convocar a los adolescentes varones que el cura consideraba atractivos era victimizarse: “Vení, que el padre Edu se siente solo, que no lo visita nadie”, escuchaban. “Los chicos venían, pero algunos, que eran más inteligentes, se daban cuenta enseguida de que había algo raro y se iban. Entonces él los crucificaba, los trataba de traidores. A las chicas no las quería en el grupo, las odiaba”, asegura León.

Las reuniones se hacían en la casa de Lorenzo, que había conseguido desalojar a otro sacerdote que compartía la vivienda para garantizarse intimidad y secreto. Esto, a pesar de que las instalaciones de la parroquia tenían salones adecuados para actividades comunitarias. “Siempre había alcohol. Nos controlaba, sabía nuestros horarios, teníamos que ir todos los días. Hablaba siempre de sexo, del tamaño de los penes comparado con el modelo de los autos. Nos pedía que los mostrásemos. También trajo una mesa de ping pong y organizaba campeonatos para atraer más chicos”, explica León.

“Se excitaba, se ponía agresivo. Te pellizcaba, te pinchaba con un tenedor, te tiraba al piso y se tiraba encima, y nos incitaba a que hiciéramos lo mismo”, continúa.

A poco tiempo, se integró a las reuniones un personaje misterioso: un hombre mayor, ciego, amigo del cura. “Se llamaba Toni. Empezó a actuar de entregador. Asumía que si estábamos ahí, por algo era. También nos hablaba de sexo todo el tiempo, y trataba de convencernos de que no había nada de malo en que tuviéramos sexo con Eduardo. El se acostaba con el cura”, refiere.

“El padre Edu nos daba besos en la boca. A mi me cuestionaba, me decía que me iba de ahí con una calentura tal que cuando volvía al hogar seguramente tenía sexo con mi compañero de cuarto. Y que entonces por qué no quería con él”, dice León con muchísimo pudor, con un hilo de voz.

Uno de los miembros del grupo, un chico de alrededor de 16 años, alumno del colegio vecino a la parroquia Ciudad del Vaticano, empezó convivir con Lorenzo en la casa parroquial. “Se quedaba de noche, era un vínculo más íntimo. A mí también Eduardo me ofreció irme a vivir con él, por lo menos dos veces. Me planteaba directamente mejorar mi situación a cambio de sexo. ‘Si querés una mejor vida, tenés que venirte conmigo. La parroquia es una mina de oro, llueven las donaciones, no te va a faltar nada. Nos podemos ir de vacaciones’. Me decía que el chico que vivía con él no se iba a oponer, porque a él ya le había dado de todo”, sostiene.

Cuando León preparaba las misas, Lorenzo maldecía a los feligreses y exponía lo que pensaba sin tapujos: “Me quedo porque acá hay plata, no como en Los Hornos. Yo no meto las patas en el barro, allá son todos unos negros de m…”, argumentaba.

Con los recursos de que disponía, el cura alquiló una quinta en Villa Elisa durante un mes entero. Los chicos del grupo de elegidos se cruzaron allí con los jugadores de rugby (Lorenzo está a cargo de la pastoral de rugby de La Plata, además de los Scouts). León aprovechó para invitar a uno de sus hermanos para que disfrutara de la pileta.

El cura comenzó a asediar al chico, menor que León. Le pedía que se sacara la ropa, que se tirara a la pileta, lo tocaba. Lo puso tan incómodo que decidió irse. Pero antes, le abrió los ojos a León. “¿No te das cuenta? Esto no es lo que parece. ¿No viste cómo me miraba? “, le advirtió. Siendo más chico, enseguida percibió la tensión sexual que había en el ambiente y las intenciones de Lorenzo. “No era que yo no lo supiera, es que no tenía salida”, explica.

Acorralado

Lorenzo asediaba a León. Lo llamaba a toda hora. A veces, cuando volvía del colegio, el director del hogar le decía que fuera a la iglesia que el cura lo precisaba. Cuando terminaban los casamientos por las noches, “Edu”, como lo conocían, le pedía que se quedara, muchas veces hasta las cuatro de la mañana. Al día siguiente, la jornada escolar se le hacía intolerable, y su rendimiento empezó a decaer. También comenzaron los enfrentamientos con sus padrinos, que notaron que había empezado a beber y fumar.

“El cura me pedía que integrara a otros chicos. Yo me sentía mal, cumpliendo el papel de intermediario como Toni, que le acercaba pibes. No me dejaba en paz. Empezó a maltratarme, a decir que no se acostaba conmigo porque tenía miedo de contagiarse algo, me denigraba. Empecé a no ir, y me volvía loco por teléfono y celular. Yo le decía al director del hogar que le contestara que estaba enfermo. Pero él me decía ‘¿Cómo le vas a hacer esto a Edu?’ Finalmente tuve una gran depresión y me corté las muñecas”, suelta, como si pensara todavía que era la única salida.

El director del hogar les comunicó a los Frutos que León había querido suicidarse. Cuando llegaron desesperados, solamente después de una hora el chico pudo revelarles lo que había estado viviendo, hasta qué punto se había sentido acorralado. Los padrinos le exigieron al director que hablara con Lorenzo para garantizar que no se acercara al chico bajo ningún concepto.

Cuando León se quedó solo -el hogar iba a ser desactivado y en esos días ya no había otros chicos pernoctando- escuchó cómo un auto estacionaba: era el cura . “Pateaba la puerta, estaba como enloquecido. Se burló de mis cortes, dijo que era todo un circo. Me obligó a ir a un restaurante para charlar. ‘¿No hablaste nada?, me preguntó. Y yo le dije que no “, relata.

El precio del secreto

Entonces, Lorenzo empezó a negociar el silencio de León. “Lleguemos a un acuerdo de plata. Pedime lo que vos quieras, ¿querés el auto? Te doy la llave ya. Esto lo podemos solucionar”, propuso.

Lo último que León escuchó de boca de su abusador fue una amenaza digna de un mafioso: “Acá tenés tres posibilidades: la buena, la mala o la peor. La buena es un arreglo económico y te quedás tranquilo. La mala, vos sabés que yo tengo gente muy influyente que te puede arruinar la vida. Y la peor, conozco los peores asesinos en la cárcel. Vos elegís”.

Al día siguiente, los Frutos, padrinos de León, con indignación pero confiados, fueron a hacer la denuncia canónica ante el arzobizpo de La Plata, Monseñor Aguer. Ni ésta ni la denuncia penal prosperaron debido a “una trama de complicidades” concluye Frutos. La causa penal se archivó en un tiempo récord poco después de hecha la presentación, a pesar del entusiasmo inicial de una fiscal.

Sin embargo, pasados diez años desde el archivo del expediente, León quiso reactivar la causa. Los apoyos institucionales de Lorenzo son fuertes: desde hace 20 años es capellán del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB), le gusta fotografiarse con funcionarios y parece tener un fuerte apoyo eclesial que no se agotó con la salida de Aguer. El 24 de marzo concelebró una misa con el nuevo arzobispo de La Plata, monseñor “Tucho” Sánchez, recientemente designado.

Desde el SPB explicaron a este medio que la causa fue archivada porque la fiscal Ana Medina “no encontró ninguna prueba”. Además, aseguraron que, “ante la mínima pista, activarán las sanciones correspondientes, como por ejemplo, correr del cargo al capellán”.

Pero Lorenzo es también ampliamente resistido: un grupo de madres y padres de Tolosa se opuso a que cumpliera funciones en una parroquia de la zona y la Iglesia tuvo que dar marcha atrás con su designación. El cura no baja los brazos y contraataca hasta de manera desmedida: una pareja que difundió un mail con sus antecedentes entre papás del colegio de sus hijos y expresó su preocupación y sus dudas recibió una carta documento y su casa fue objeto de un allanamiento durante el que le secuestraron la computadora.

El camino no es fácil. El representante legal de León, Juan Pablo Gallego, consiguió desarchivar la causa, para empezar el camino que puede terminar con el capellán de las cárceles tras las rejas.