Históricamente, la ciudadanía se encargó de igualarnos, de darnos a todos los mismos derechos, de considerarnos igualmente, con las mismas obligaciones y responsabilidades. En las últimas décadas, otra idea comenzó a tomar fuerza: no todos somos iguales, y tenemos derecho a que se reconozcan nuestras diferencias.
Desde la Revolución Francesa en adelante, se ha pensado en el concepto de ciudadanía como una idea homogeneizante, igualadora. En ese sentido, el Estado debe garantizar los mismos derechos para todos los ciudadanos; primero los civiles, luego los políticos y finalmente los sociales. Aunque éstos últimos continúan en disputa y algunos derechos políticos siguen debatiéndose, como el voto de los menores de 18 años o el de los extranjeros, en líneas generales se acepta la idea de que todos debemos tener derechos similares. Y así, en gran medida, se ha cristalizado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que considera a todos los hombres y mujeres del planeta con las mismas prerrogativas, sin diferencias de género, raza, etnia o religión.
Los Derechos Humanos en sí mismos han sido cuestionados porque plantean al sujeto como individuo y no como grupo, y también porque lo conciben como tal creado a la manera “occidental”. Más allá de esta discusión, hoy más vigente que nunca, la idea es considerar otra perspectiva, surgida en parte dentro del feminismo pero aplicable a diversos colectivos tradicionalmente vistos como “diferentes”; los pueblos originarios, las minorías sexuales o las personas con discapacidad son algunos ejemplos.
Para la autora Iris Young, la inclusión llega por medio del acceso a un estatus universal, es decir, igual para todos. La universalidad de la ciudadanía trasciende la particularidad y la diferencia. Esto se basa en dos ideas centrales: que lo común debe prevalecer por sobre las diferencias y que todos los individuos deben ser tratados de la misma manera, independientemente de sus circunstancias.
El problema principal radica en que los derechos ciudadanos fueron generados por las mayorías consideradas “normales”, aquellas que históricamente han detentado el poder. Ello ha dejado fuera de la discusión política a los derechos de las minorías; entendiendo que si todos tienen los mismos derechos, eso los hace iguales.
Nada más lejos. Las reformas constitucionales de los Estados latinoamericanos con alta proporción de pueblos originarios son un ejemplo claro. Reconocen derechos específicos vinculados al mantenimiento de la lengua, a la transmisión cultural, al autogobierno y a la aplicación de justicia, siempre dentro del gran marco de los Derechos Humanos.
Las leyes promotoras del empleo de personas con discapacidad apuntan en el mismo sentido, ya que es complejo pensar en la competencia en el mercado de trabajo para una persona con capacidades diferentes sin la intervención del Estado.
En el caso de las mujeres aparece una situación más compleja. Si bien muchos reconocimientos de derechos se han concretado con el objetivo de empoderar la situación del colectivo femenino, en muchos casos sucede todo lo contrario. La Ley de Cupo Electoral, según la cual las mujeres deben conformar como mínimo el 33% de las listas para cargos legislativos, puede ser interpretada de diversas formas. Por un lado, brinda oportunidades; pero también obliga a las estructuras partidarias a darles un espacio a mujeres que quizás no merezcan ser parte del mismo.
No sólo debe promoverse la participación de las mujeres en los espacios políticos o empresariales sino que, además, se les deben garantizar las mismas condiciones. Está comprobado que las mujeres reciben sueldos más bajos; o que no suelen gozar de los beneficios mínimos asociados a la maternidad, como sucede con las legisladoras de la Provincia de Buenos Aires, incapaces de tomar una licencia por maternidad a menos que releguen su sueldo.
Lo que una corriente del feminismo reclama es que las mujeres son diferentes, y eso debe ser reconocido mediante derechos distintos a los de los hombres.
En este sentido, Iris Young plantea que esto puede ser posible únicamente a través de la representación política de grupos diferenciados, para que sean ellos quienes legislen y no la mayoría masculina considerada “normal” y de la etnia mayoritaria. Esta opción, controvertida, obligaría a los sistemas políticos a asegurar la representación de los grupos minoritarios en los órganos legislativos, incluso contra la opinión mayoritaria. Si se quiere, entraríamos aquí en una contradicción del sistema democrático, cuyo eje principal es el respeto de la opinión mayoritaria.
Los planteos de este tipo chocan con la estructura proporcional de los sistemas políticos y con las estructuras de poder de las organizaciones partidarias. Los pueblos originarios difícilmente alcancen una proporción suficiente de representantes para poder imponer decisiones. De acuerdo con las visiones liberales clásicas, los gobernantes electos representan el interés general. Sin embargo, muchos autores de la actualidad entienden que no es así. Afirman que esa perspectiva general es un mito, ya que cada persona se encuentra influenciada en su pensamiento por su experiencia y perspectivas.
Es importante señalar que no todos los grupos pueden constituirse en actores políticos con derecho a reivindicar; sí pueden hacerlo aquellos cuyo sentido de identidad y pertenencia los diferencia notablemente del grupo mayoritario dominante. Entre ellos, las mujeres, los pueblos originarios o las minorías nacionales, las personas con capacidades diferentes.
Una vez más, Iris Young afirma que “una repolitización de la vida pública no debería exigir la creación de un ámbito público unificado donde los ciudadanos dejen de lado sus afiliaciones, historias y necesidades grupales particulares para discutir un interés general o bien común. Ese deseo de unidad suprime pero no elimina las diferencias, y tiende a excluir algunas perspectivas del ámbito de lo público. Lo que necesitamos, en lugar de una ciudadanía universal entendida como mayoría, es una ciudadanía diferenciada en función del grupo y, por tanto, un ámbito y un sector público heterogéneo”.
Sólo de este modo se evitaría el silenciamiento de grupos históricamente oprimidos bajo el concepto del “interés general”. Así se les daría voz a los que no la han tenido y a los que siguen sin tenerla. Los movimientos sociales que aparecieron en las últimas décadas surgieron con ése fin. El desafío para los Estados es institucionalizar su participación. Como sucedió en Bolivia, donde gobierna un representante de la mayoría históricamente oprimida por la minoría blanca. Como sucede en nuestro país, donde gobierna una mujer. Como podría suceder en todos los Estados capaces de escuchar los reclamos de aquellos a quienes nunca se escuchó. Entonces sí podremos hablar de una verdadera construcción de ciudadanía.
Prof. Sofía Serrano
ProA- Profesionales Asociados
proamdp@gmail.com
[slideshow]