Cuando una idea es asumida por un sector extendido de la sociedad, podemos hablar del nacimiento de una nueva ideología. Porque eso representa el concepto encarnado de “el pensamiento de la idea”.
Las últimas horas en Argentina, no han sido fáciles. La violencia de los vándalos, la irresponsabilidad de los encargados de brindar seguridad a la población y la inexplicable frivolidad del máximo poder político de la República, danzando alegremente sobre los cadáveres de algunos compatriotas y la angustia de la inmensa mayoría, son uno de los espectáculos más dantescos que nos haya tocado observar en mucho tiempo.
Pero más grave aún es imaginar que esas imágenes, que ora nos aterran, ora nos indignan, no son otra cosa que un entremés del nuevo tiempo que comienza para todos. Porque esa marginalidad irracional, violenta y antisocial es el resultado de un meticuloso trabajo de generación de inadaptados que se ha producido en la Argentina desde hace mucho tiempo.
Muerte de la educación pública. Pérdida del trabajo como parte de la dignidad humana. Reblandecimiento de la justicia, hasta convertirla en descarada cómplice de la impunidad de los delincuentes. Consagración de la corrupción como única vía al “éxito” de una sociedad demasiado enfrascada en el “tener” y que ha abandonado, tal vez para siempre, el valor de “ser”. Todo ello es, entre muchas otras lacras, la ruta del calvario nacional que, a veces disfrazado de absurda fiesta, marcha hacia un Gólgota donde parecemos querer crucificarnos a nosotros mismos.
Claro está que sin posibilidad alguna de resurrección.
También, porque las policías provinciales (algunos tenemos la experiencia de haber conocido de cerca su funcionamiento en otros Estados argentinos y sabemos que nada tienen que “envidiarle” a la bonaerense) son, desde hace mucho tiempo, esbozos de asociaciones ilícitas a las que absurdamente se ha querido corregir. Se las ha convertido en perdularias agrupaciones humanas sin retribución digna ni equipamiento acorde, en vez de encarar una reestructuración a fondo que mejore el perfil de sus integrantes y las vuelva útiles para la sociedad.
Efectivos agotados física y moralmente, observando la corrupción de sus cúpulas, que los empujan a una siniestra imitación y los convierten en fuerzas de ocupación que persiguen a los ciudadanos honestos mientras transan con lo peor de los lúmpenes sociales.
Ni qué hablar de un poder político que parece haberse decidido a humillar a los gobernados con espectáculos cada día más obscenos que lanzan en nuestra cara un enriquecimiento descarado, la mentira y el ocultamiento como instrumento de la acción del Estado y la demagogia del “pan y circo” como estructura de la acción pública. Y ahora, como si todo lo otro fuese poco, la conversión de la táctica del ninguneo en algo mucho peor: el festejo desenfrenado de la muerte.
Cristina bailando arriba del escenario, rodeada de instituciones cada vez más desprestigiadas, junto a artistas de medio pelo que hoy son más conocidos por sus escándalos berretas, y amanuenses bien pagos que desgranan canzonettas demagógicas invitándonos a destrozar al perverso imperialismo; después de que los dolaretes descansen en sus patrióticos bolsillos, of course. Demasiado para una ciudadanía cansada, desanimada y cada vez más enojada con sus conductores.
La nueva cultura de la violencia
A todas estas actitudes, podríamos sumar otras tantas cuestiones: la violencia irracional de la delincuencia; el lenguaje pobre y agresivo de la juventud, más allá del estatus social en el que se encuentre; la brutalidad que campea en los campos de fútbol, hoy convertidos en circos romanos donde la “acción” está en las gradas; la insolencia de funcionarios que no dudan en calificar a quienes piensan distinto como “delincuentes”, “facciosos” o “mogólicos”. Si el lector sabe no salirse del contexto, comprenderá todas estas cosas no son hechos aislados sino que conforman, mal que nos pese, la nueva cultura nacional.
Son demasiados lunares, demasiados sectores entregados a la ordalía, demasiadas impunidades consagradas hasta por leyes del Congreso.
Se golpean en los colegios, se matan en los estadios, vociferan en los actos políticos, se denuncian, se insultan, se amenazan, se roban, se matan, se prostituyen. Se entregan por unos pesos al negocio del narcotráfico, aunque sepan que ello arruinará (o se llevará) la vida de muchos argentinos. Muestran obscenamente (la obscenidad es, también, una forma de violencia) sus mal habidos bienes y sus protecciones judiciales a aquellos a los que la sociedad señala con razón como ladrones (hola, Boudou). Y se entregan alegremente a la peor de las violencias que puede existir cuando de las acciones públicas se trata: hacen todo esto descontando que el conjunto social nada podrá hacer para defenderse.
Los recientes saqueos llegaron para quedarse. Han abierto la puerta a un nuevo tipo de delincuencia, que comenzará ahora a multiplicarse noche a noche y día a día, en un país que ha dejado demasiado expuesta su indefensión y su fragilidad.
Cuando esta nota vea la luz, todos los depredadores habrán recuperado su libertad. Porque así lo dice la ley. Y porque esa ley, una vez más, está hecha para custodiar a los perversos, que en algún momento pueden ser útiles al poder. No para proteger a los honestos, cuya voluntad ya no sirve ni siquiera en la expresión de las urnas.
Hace cincuenta días, el 70% de los argentinos le dijo NO al Gobierno. La respuesta institucional es tan absurda como peligrosa: esa paliza electoral significó, para el “cristinismo”, más diputados y más senadores.
Absurdo, sí. Pero también, profundamente antidemocrático. Y esto es seguramente lo más grave: generar un sistema que asegure que la voluntad de la gente nunca será tenida en cuenta.
Y eso es un desmán de mayor gravedad que los que por estas horas nos tienen aterrados. Aunque, en el fondo, una cosa tiene claramente que ver con la otra.