Si entendemos que Jorge Rafael Videla fue un desquiciado con pretensiones de cruzado de Dios, quizás podamos detenernos a pensar cómo este tipo de personalidades se cuelan con tanta facilidad en las instituciones y en el poder de la Argentina.
Los que matan sin sentirlo, los que roban sin preocuparse, los que mienten sin inmutarse, son demasiados. Y tan reiterados, que deberemos analizar qué es lo que le pasa a esta sociedad sin filtros que vive consagrándolos. Tal vez deberíamos concentrar el esfuerzo en un objetivo común, que no parece nada fácil: conseguir que Videla no gane, por fin, su tan mentada guerra.
Para lograrlo y, ciertamente, definir muchas cosas de nuestro futuro, tenemos que aislar al enemigo y dejarlo solo, más solo que nunca, en sus delirios mesiánicos y en sus convicciones inmodificables. Quienes compartían horas con el ex presidente en su último hogar, una cárcel, se sorprendían al observar que ninguno de sus actos ni sus dichos se vinculaba, aunque más no fuese tangencialmente, con el sufrimiento; ni con el propio ni con el ajeno.
Jorge Rafael Videla no estuvo nunca en posición de entender el dolor de los tantos a quienes destrozó con la tortura, flageló con la persecución o mató en vida con la muerte de un ser querido. Para su visión de cruzado de la causa de Dios, todas aquellas cosas eran parte de los “juegos de guerra” que había que llevar adelante para lograr que la espada y la cruz se impusiesen por sobre la “hoz y el martillo”, emblemas de todos aquellos que no pensaban con su visión propia del occidente cristiano.
Lineal, poseedor de una cultura epitelial y estructurada, como todos los militares, para Videla eran lo mismo el socialismo, el comunismo, el trotskismo o el radicalismo progresista. Todos eran “enemigos de la Patria” y todos debían ser arrasados por aquella gesta emancipadora de la nada a la que llamaron “Proceso”. Por eso el dolor ajeno era, en su visión enferma, el resultado de que “ellos” no entendían los valores que estaban en juego.
Pero tampoco sufría ahora, encerrado, desprestigiado y despreciado por su gente; enfermo y sin nadie que obedeciese sus órdenes. Nada de eso lo afectaba, lo doblegaba o lo incomodaba. Disfrutaba cada día de encierro como parte de un calvario de santidad en el que Dios, una vez más, le mostraba que él era un elegido. Y en ese delirio místico imaginaba, proyectaba y disponía, con la misma falta de concepto y solidez con que lo hacía en sus entorchados tiempos de guerrero de lapicera y escritorio.
“Voy a acompañar a mis subordinados en la cárcel hasta que el último de ellos recupere la tan ansiada libertad”, dijo en su última aparición pública, durante uno de los tantos juicios por violaciones a los derechos humanos a los que estaba sometido y pocas horas antes de morir. Creía, y así lo expresaba, que su estancia carcelaria era parte de un plan salvífico que, con santa convicción, él había decidido transitar; y no la decisión apegada a derecho de un tribunal nacional juzgando crímenes y criminales. No podía siquiera imaginar que si de pronto resolviese no acompañar a sus subordinados en la cárcel, igual iba a tener que quedarse en ella.
Por eso es que no podemos dejar que Videla gane la guerra, porque esa guerra que el libró hasta el último momento nunca existió. Si lo demonizamos, si pretendemos convertirlo en un monstruo, si entramos en el juego del odio que nos proponen los que fueron víctimas de sus órdenes o los que siguen midiendo todo con la vara de la ideología, Jorge Rafael Videla, en algún momento no muy lejano, puede ganar su guerra de la mano de algún hartazgo social con sus detractores. Solo pensarlo, sugiere una locura…
De aquellos odios surgieron tempestades que ya le han costado mucho a la Argentina, y que cuarenta años después no han cesado. De aquellas ideologías nacieron visiones sesgadas de la realidad y formas de solucionar los problemas que supusieron muchas vidas perdidas, mucho tiempo desperdiciado y mucha división que aún hoy proyecta sus sombras. Y como vértice de todo ello, un loco, convencido de su destino flamígero de espada de Dios, que vivió y murió sin tener contacto alguno con la realidad que lo circundaba.
Para que los que se movían detrás de la violencia no se salgan con la suya, olvidemos de una vez y para siempre a este grotesco mascarón de proa que sintiéndose un cruzado fue y será por siempre un desquiciado.
Plomo e historia
La muerte de Videla nos devuelve a un tiempo sin ley y sin derechos. Pero también nos deposita en la necesidad de mirarnos por dentro y asumir las responsabilidades comunes de una ciudadanía que supo acompañar los golpes militares y ver a sus protagonistas como “salvadores de la Patria”. ¿Qué nos pasó a los argentinos para que nos convirtiésemos en una sociedad a la que le daba lo mismo vivir en libertad o en tiranía? ¿En qué momento creció en nosotros ese desprecio por nuestros propios valores como Nación? Que la muerte del símbolo sirva para que todos reflexionemos.