El miedo o nosotros

La sociedad argentina está vencida frente al miedo. Hablar en contra del Gobierno, produce miedo; exigir el goce de nuestros derechos, también. ¿Hasta cuándo tendremos que bajar la cabeza o hacer como que no vemos?

Hace muy pocos días, con motivo de discutirse en el Concejo Deliberante el aumento del boleto de colectivo, la ciudad volvió a ser testigo silencioso de actos de vandalismo practicados al margen de la ley, de la razón y de la cordura.
Como otras veces antes, un grupo de inadaptados, para los que el desorden y la violencia siguen siendo negocio, destrozaron el frente del edificio comunal con una saña propia del odio o de la estupidez.
Pero sea cual fuese la razón que los movió -que, por supuesto, nada tiene que ver con el tema en debate- lo cierto es que la actuación policial, al menos una vez cerca de lo que la gente exige, disuadió rápidamente a los “valientes”, que huyeron en desbandada con la misma enjundia con la que habían llegado.
Hasta esa mañana, y a lo largo de tres días completos, una veintena de personas habían instalado en el lugar pequeñas carpas con las que lograron bloquear las calles y convertir el centro de la ciudad en un verdadero infierno.
Miles de marplatenses quedaron rehenes de un pequeño grupo de gente que exigía que el Estado les diese, en forma gratuita, “vivienda digna y trabajo”. Claro que, para hacerlo, sometieron a la indignidad a vecinos y transeúntes que se convirtieron en esclavos de la circunstancia, inhalaron humo proveniente de la quema de neumáticos y, en el caso de los vecinos cercados, vieron arruinada la calidad de vida de su cotidianeidad o de sus vacaciones.
Nadie, por supuesto, hizo nada por defender sus derechos.

El miedo a exigir

Todos los ciudadanos tenemos derecho a exigir que el Estado garantice el ejercicio de nuestros derechos. Pero todos tenemos miedo de hacerlo o, lo que es peor, impotencia ante la seguridad de que nadie va a hacer nada por nosotros.
Cuando se infringe una norma cortando una calle, amedrentando o atentando contra el medioambiente con actos que producen gases de alta toxicidad, esa misma norma tiene elementos que la defienden. Superada la prevención (lo que, en estos dos casos, significaría no dejar que se levanten este tipo de campamentos, evitar el corte de arterias o rodear a los manifestantes de fuerzas de seguridad que estén atentas al comienzo de la violencia), la represión en el marco de la ley debe hacer acto de presencia y preservar los bienes y la paz de los ciudadanos.
Prevención y represión son elementos constitutivos del Estado de derecho. Violencia e interrupción de las vías públicas, no. Así de sencillo y así de fácil para comprenderse.
Y no es una opinión. Está escrito en el ordenamiento legal de la República Argentina.
Si por algún motivo se ha llegado a la conclusión de que ese ordenamiento ya no es válido, pues cambiémoslo. Dictemos leyes para las que romper, incendiar, coaccionar, convertir las calles en campamentos o en escenario de las peores tropelías sean parte, de aquí en más, de la “normalidad” ciudadana.
Pero cambiémoslo. No nos permitamos el suicidio colectivo de tener normas que dicen una cosa y hacer la vista gorda cuando las mismas son violadas.
Tenemos miedo a hablar en voz alta. Nos han convencido de que pedir orden es fascismo y exigir condiciones normales de tránsito, circulación o de la misma existencia es de “burgueses colaboradores de la Dictadura”.
Un disparate, sí. Pero también un triunfo cultural de los que han hecho de la “defensa de los derechos humanos” (?) un verdadero negocio.
Centenares de millones de pesos se van en sostener a estos parias sociales que hablan, declaman, destilan odio, cambian la historia y necesitan de tanto desarrapado al que mandan como carne de cañón a quemar, cortar, protestar y, en definitiva, a enfrentarse con la sociedad.
Todos lo sabemos. Todos lo decimos en voz baja. Pero todos permitimos que día a día nos lleven por delante y vayan construyendo esta sociedad irrespirable de mentiras, privilegios y miedos.
Una sociedad de gente desorientada, de discursos oficiales oportunistas, de “víctimas” que se enriquecen escandalosamente y “victimarios” (nosotros) que ya no atinamos ni a pedir en voz alta que no nos maten, que no nos mientan, que no nos roben.

Las cosas por su nombre

Pedir que los delincuentes estén presos para que los honestos puedan circular no es ser fascista, es ser lógico.
Pedir que las calles estén libres de circulación para los ciudadanos no es ser un burgués irredento sino una persona común que, se supone, va por ahí hacia algún lugar ejerciendo no tan solo la lógica sino, además, un derecho.
Pedir que no se sigan gastando los fondos necesarios para salud, la educación o la seguridad en sostener a supuestas víctimas de un pasado que los tuvo también como victimarios, no es ser heredero de la dictadura. Es simplemente tener memoria, en el caso de quienes tenemos edad suficiente como para que no nos inventen lo que no ocurrió; o querer saber la verdad, en el caso de los más jóvenes.
Pedir que se premie al que trabaja y no se lo expolie para regalar cosas al vago no es de egoísta, es propio de alguien que se da cuenta de lo que cuesta conseguir algo en base a levantarse cada mañana para salir a ganarse el pan y de lo doloroso que es que te lo arrebaten para dárselo graciosamente al que prefiere vivir del esfuerzo ajeno.
Pedir que las fuerzas de seguridad del Estado, que nosotros pagamos con nuestros impuestos, ejerzan en plenitud las tareas para las que las habilita la Constitución Nacional y las normas inferiores, no es convocar a la violencia, es reclamar el goce de nuestros derechos en plenitud.
Pedir que los funcionarios no se hagan los distraídos, que los jueces no busquen pretextos, que los fiscales no se conviertan en abogados defensores de los delincuentes, que los organismos reconocidos por el Estado no sigan mintiendo y lucrando a nuestras costillas, no es ser un monstruo, es ser una persona normal que pretende vivir en un país donde lo cotidiano nunca sea excepcional y lo excepcional no se vuelva cotidiano.
Pedir vivir sin miedo, en definitiva, es volver al siglo XXI y dejar atrás esta Edad Media de señores feudales, esbirros del reino y pueblos esclavizados en que nos hemos convertido.
Porque en aquél tiempo la gente se cansó y la Revolución Francesa implantó las libertades públicas tras mucha sangre, mucha violencia y mucho dolor.
Y si la humanidad ya pagó una vez ese precio para dar paso a la luminosidad de la democracia, sería absurdo que en un estúpido país del Cono Sur millones de personas debieran volver a pasar por la experiencia.
Y lo que es más triste, para lograr algo que ya fue inventado.