El modelo de un caudillo

Una vez más el viejo fantasma del personalismo y sus consecuencias pone en evidencia la debilidad de las instituciones, y deja demasiadas cosas libradas al azar o la aventura.

La muerte de Hugo Chávez abre un interrogante mayor, no solamente sobre el futuro inmediato de Venezuela sino también en lo que tiene que ver con América latina, muchos de cuyos países -entre los que se encuentra el nuestro- son hoy deudores del Estado caribeño en cifras que pueden ser consideradas al menos imprudentes.

Chávez ejercía la suma del poder público más allá de toda lógica y razón. Y lo hacía de forma tal que hasta sus más enconados detractores terminaron aceptando como “normal” la violación permanente de las normas internas y de la legislación internacional vigente.

Atrevido, megalómano, con la soberbia propia del hombre de corta cultura que era, Chávez arrastró tras de sí no tan sólo a su país y a sus conciudadanos sino a un grupo de gobiernos ideologizados de la región que encontraron en él la concreción de un viejo sueño que ya casi estaba abandonado: un castrismo sin bloqueo, una “revolución” sin mordaza.

Claro que el modelo político venezolano –más allá del discurso pro cubano de su conductor- dista mucho de parecerse al de la isla, toda vez que la propiedad privada aún es más o menos intocable, y una clase media y media alta campea en algunas regiones llaneras y en la propia Caracas.

Lo que indica que incluso habiéndolo pensado, Chávez no se animó a tocar este aspecto más que en las pomposas estatizaciones que, en sentido contrario a lo ocurrido en la Argentina, no han levantado la misma ruidosa indignación internacional.

Y esto fue así porque en la mayoría de ellas, el tema había sido siempre consensuado con las supuestas “víctimas”, y el precio de la expropiación era suficiente resarcimiento por el bien apropiado.

El chavismo –como el peronismo vernáculo- es un movimiento personalista al estilo tradicional y, como aquel, abusa también del discurso revolucionario para esconder apenas un moderado progresismo con tonalidades de conservadorismo popular que caracteriza a ambos.

Esas características, más allá de las consignas, alejan a ambos proyectos de un socialismo real y pragmático en el que la propiedad de los bienes y servicios está limitada sólo al Estado, y la renta per cápita no deviene del esfuerzo y el talento sino simplemente de la administración y voluntad del Estado.

En Venezuela, como en la Argentina peronista, un sector importante de la sociedad depende del asistencialismo del Gobierno. Pero otro porcentaje igual o mayor de personas vive dentro de las reglas del mercado: compran, venden, viajan, consumen, ahorran y progresan. Y si bien es cierto que los controles aumentan en nuestro país día a día, no lo es menos que resulta impensable un asalto a la propiedad privada.

No es distinto en el país del ahora desaparecido caudillo popular.

Sin embargo, y en muchos aspectos, Hugo Chávez fue una víctima. El uso que de su persona y de su dinero hicieron propios y extraños es sin embargo el precio que inevitablemente pagan los autócratas. Siempre en su entorno crece la adulación de quienes sólo buscan el beneficio personal, aunque para ello deban convencer al “jefe” de su infalibilidad y someterlo a la peor de las esclavitudes, que es la de la propia personalidad quebrada por la debilidad del ego.

Sus sucesores saben que la herencia nace con una debilidad inocultable. Las internas, la personalidad errática de Maduro y su dificultad para llegar a liderar seriamente a los chavistas lanzan sombras preocupantes sobre el futuro de Venezuela.

Una Venezuela que si mira a la vereda contraria encuentra una oposición dividida, desmembrada y sin ideas que no puede dar garantía de solución alguna ante los inminentes desafíos del país. Desafíos que pasan por una situación económica explosiva, con una inflación desbocada, la caída de la inversión y un desfinanciamiento del Estado al que ya no puede resolver ni siquiera un eventual aumento del precio del crudo.

La historia se repite sin solución de continuidad; en las familias, en las empresas o en los gobiernos. Los paternalismos excluyentes abren abismos insondables con su desaparición. Los “hijos”, limitados hasta entonces a obedecer ciegamente los dictados del “pater familiae” muestran generalmente una cara que no era la que seguramente pretendía el desaparecido jefe.

Habrá que ver, habrá que esperar. Sin embargo, nunca está de más reflexionar acerca de esta verdadera enfermedad latinoamericana, que justamente nació con la personalidad de Simón Bolívar y su “triunfo” por sobre la de José de San Martín. Uno, el caribeño, autoritario, personalista y conquistador; el otro, el argentino, serio, institucionalista y libertador.

El devenir de aquella historia posterior a Guayaquil terminó por teñir a toda la región de un bolivarianismo que se le metió en la sangre con la misma constancia con que la enfermedad lo hizo en el cuerpo del ahora fallecido líder venezolano.

Mientras, la vigencia de las constituciones, el valor de la legalidad, el apego a las instituciones y la convicción ciudadana –todos valores soñados por San Martín- siguen brillando por su ausencia en un subcontinente que no logra definir un futuro exitoso para sus habitantes.

Ya no dejará la América indiana de pagar el precio de aquella reunión que signó para siempre su destino; ya no podemos soñar como San Martín con las universidades, la prensa libre, los códigos de comercio modernos y ajustados a la realidad del mundo o las libertades públicas como religión irrenunciable.

Antes bien, como el conquistador triunfante, seguiremos corriendo detrás de líderes autoritarios que se apropian del poder, de las cosas y los destinos.

Murió otro caudillo latinoamericano; de alguna manera, no pasó nada nuevo.

El verdadero Chávez

P+üG 6 BHugo Chávez fue un dictador; pero no fue un tirano. En la escuela secundaria nos enseñaban que existían tres formas puras de gobierno: la democracia –cuya degeneración era la demagogia-, la aristocracia o gobierno de los mejores, cuyo desvío la trocaba en oligarquía, y la dictadura, que cuando pasaba sus límites degeneraba en tiranía.

Para los griegos, cada uno de esos sistemas puros era legítimo y debía buscar la legalidad. Las democracias, en el pueblo; las aristocracias, en su clase, y las dictaduras, en su fuerza.

Los años nos hicieron ver que en algunas sociedades primarias e inestables, las dictaduras podían instalarse a través del simple artilugio de hacerse pasar por democracias para ser convalidadas con el voto popular, al que sin embargo sólo valoraban en su función cuantitativa y mantenía larvado en lo que de cualitativo pueda tener como instrumento de reafirmación de la soberanía política de una población.

Por eso Chávez fue un dictador, como en su momento lo fueron Getulio Vargas o el propio Perón. En tanto Hitler, Stalin o los Castro, son lisa y llanamente tiranos que la historia nos mostró en su cara más horrorosa.

Es bueno tener en cuenta estas cosas, porque el retorno de Venezuela al seno pleno de las naciones de América sólo será posible si todos entendemos su proceso político y, sobre todo, respetamos la decisión de un pueblo que resolvió otorgar la suma del poder público a ese hombre que le dio “algo” en medio de una historia dirigencial acostumbrada a dar “nada”.

Si no se comprende esto, el país caribeño quedará a expensas de quien quiera jugar con fuego con alto riesgo de quemarse.

 

El convidado de piedra

P+üG 6 C“Irán mantendrá su cooperación con la AIEA dentro del marco establecido”, añadió, destacando que “los pasos dados por ambas partes deben ser recíprocos”.

El lunes, el jefe de la agencia atómica de la ONU pidió de nuevo a Irán que permita a los expertos de la AIEA un acceso rápido a las instalaciones de Parchin, independientemente de que se alcance un acuerdo global sobre el esclarecimiento del programa nuclear. Todo esto no sería de mayor interés puntual si no fuese que la nación islámica ha pensado en la Argentina para suplantar la alianza estratégica con Venezuela. Y no nos toca por cierto a nosotros el papel del “fuerte” en la nueva sociedad. ¿Se entiende?