Han sido muchas las cosas que pasaron en la semana que se va. Pero todas ellas nos han mostrado una constante que acompaña desde hace mucho a la Argentina: corrupción y desprecio por la gente.
Amado Boudou es el símbolo del nuevo rico nacional. Accedió a mucho poder sin haber hecho para ello otra cosa que seducir a la Presidente con su sonrisa, su mensaje facilista y una lealtad sobreactuada que siempre suena como música a los oídos de los ególatras. Desde siempre, supo que el gobierno que encarnaba tenía marcada tendencia hacia la corrupción.
Aquél “las cajas me excitan” que con grosero desparpajo lanzara el ex presidente Kirchner ante la incómoda cámara de una amigo que jamás imaginó la trascendencia que llegarían a tener sus imágenes, supone la más clara radiografía de la esencia misma del poder que vino del sur.
Poco importa ya si la torpe maniobra de apropiación de la imprenta Ciccone fue encarada por orden del ex mandatario o si se trató de una aventura personal del actual Vice. La falta de cuidado en las acciones, la cantidad impresionante de huellas dejadas en el camino, la frivolidad y la desatención aplicadas a la primera etapa de la defensa técnica, y esa inocultable sensación de “acá no pasó nada” que Boudou ha ido deslizando en estos meses es, sin embargo, un indicio suficientemente fuerte que lleva a pensar que siempre creyó que quien o quienes estaban atrás del intento, tarde o temprano iban a aparecer para salvarlo. Y el nuevo rico gastó a cuenta. Y gastó demasiado.
Como ocurre con los advenedizos de la fortuna, permitió que “los amigos del campeón” se le subiesen a los hombros sin tomar nota de algo que aparecía como evidente para los observadores menos interesados: el kirchnerismo lo despreciaba, nunca iba a aceptarlo como parte del proyecto y, mucho menos, perdonarle el haber sido elegido como heredero por una Cristina que tal vez estaba planeando alguna fechoría institucional que le permitiese volver al poder pocos meses después de abandonarlo.
A esta altura de los acontecimientos –y más allá de algunas tibias adhesiones-, es claro que el hombre se encuentra bastante solo, abandonado a su suerte y convertido en avecilla solitaria de un gobierno que plantea a cada instante que lo que hizo fue cosa suya y nada tiene que ver con la política del conjunto.
Casi se diría que, tal cual ocurriese en el pasado con María Julia Alsogaray, la intención es entregar a las fieras la blonda cabeza del imputado y, de paso, serenar, si es que existen, aquellas maniobras de “la jefa”, esa que todos quieren que deje de serlo.
Y seguramente, detrás de esta decisión se esconde el insólito ataque que esta semana ha sufrido Daniel Scioli, ya que son muchos los que piensan que en su eterno ir y venir puede también esconderse el riesgo de que Cristina siga en el futuro mandando tras el trono, o algo más.
Pero detrás de estas lecturas políticas surge otra realidad que, una vez más, está quedando al desnudo: el desprecio que los protagonistas tienen y siempre tuvieron por la gente.
Pensar que una Copa del Mundo puede tapar éste y otros problemas del ciudadano es creer que todos somos idiotas, o poco menos.
La corrupción –que hoy encarna Boudou, pero que ha sido una constante de las últimas dos décadas- se ha llevado tantos millones y tanto bienestar de los argentinos que hoy, por primera vez, el hombre común toma nota de que no se trata de un problema menor y que, por lo tanto, compromete no solo el presente sino el futuro de la república.
Robar se ha convertido en una forma de hacer política. Casi, en “la” forma de hacer política. Miles de millones de dólares se han desviado hacia los bolsillos de las clases dirigentes con la misma velocidad con que la pobreza, la inseguridad, la inflación, la falta de salud y de educación se convirtieron en forma de vida nacional.
Y aunque todos sepamos que el trayecto necesario para cambiar las cosas es aún muy largo y nos asustemos ante la falta de opciones claras para encarar un futuro que aparece lleno de acechanzas, y aunque comprendamos que regenerar el tejido social puede convertirse en una tarea ciclópea y de dudosos resultados, no estamos dispuestos a permitir que “esta” política encarne en un estilo definitivo y se adueñe de lo que viene en la Argentina.
Es posible que nuestra pasividad frente a un problema que nos acompaña desde hace demasiado tiempo haya hecho creer a algunos que estamos frente a una sociedad anómica o imbécil. Pero, en todo caso, el tema es de exclusiva competencia de quienes así han pensado.
Se avecinan tiempos de cambio. Y ningún Mundial, ni siquiera un “cabeza de turco” entregado a las fieras, podrán evitarlos.
Porque si algo aparece claro hoy en nuestra triste realidad es el hartazgo del ciudadano ante tanto lujo, despilfarro e impudicia.
Esa que contrasta con la realidad que observamos cotidianamente y nos muestra en cada esquina un desposeído, en cada plaza un hombre sin hogar ni techo, y en cada mesa familiar un desocupado; o a alguien que, habiendo trabajado honestamente cada instante de su vida, tiene hoy que lidiar con un día a día pleno de miedos, inseguridades y falta de previsión.
Boudou, sus corruptelas, mentiras y puestas en escena, suponen algo tan nimio como los sueños de poder de Cristina o las internas obscenas de este gobierno que se va. Lo realmente importante pasa en la calle. Y es allí donde se percibe un cambio que no detendrá ni una condena ni una pelotita rodando por el mundo. Aunque a los eternos aprovechadores les cueste entenderlo.