Muchas cosas han dejado de gustarles a los argentinos, a los que nunca comulgaron con el Gobierno y a los que, habiéndolo apoyado, hoy se llenan de preocupaciones.
Pero hay una que sin duda se ha convertido en la preocupación general de quienes, desde uno u otro lado, transitan en conjunto la vereda de las personas normales, pacíficas y de espíritu positivo: el tono. Ese tono crispado, gritón, destemplado que el Gobierno, a partir de los desbordes presidenciales, parece haber impuesto para todas y cada una de las cosas que emprende.
Nada sirve si no es a los gritos; nada es válido si no se hace a los empujones. Nada deja rédito si no queda tras el hecho una estela que escribe en el agua, y con mayúsculas, la frase preferida del kirchnerismo: “lo hago porque se me antoja”.
En los últimos tiempos, el hartazgo por el tono ha comenzado a encarnar en convicción política. Cada vez son más los argentinos que están convencidos de la necesidad de dar al asunto la prioridad que se merece. Porque en muchas ocasiones de la historia, el tono terminó siendo “el fondo” de la cuestión planteada. Hitler era en sus comienzos “un señor gritón”; poco después ya se mostraba como el impiadoso asesino y el orate conquistador de imposibles que llevó a Alemania al desastre.
Fidel rigoreaba a los cubanos “porque tantos años de desmadre capitalista ha inoculado en nosotros el veneno de la desobediencia y la vagancia” (discurso ante el Secretariado General del PC cubano, agosto 1962), y por tanto era necesaria la disciplina en los albores de la revolución. Casi sesenta años después, aquel rigor sigue tan vigente como entonces y multiplicado además en la cultura de tres generaciones de isleños que nacieron y vivieron teniendo temor a abrir la boca.
Siempre sostenemos, por estar convencidos de ello, que en la Argentina sería muy complicado poner en marcha un operativo semejante. Aún con las dificultades que todos conocemos, nuestra clase media sigue siendo el fiel de la balanza socio-política nacional y seguramente se pondría al frente de una cruzada terminal contra cualquier colectivismo que le hiciese peligrar en sus costumbres.
Pero… ¿cuánto de esa clase media queda hoy en pie? ¿Y por cuánto tiempo?
Para no desgastarnos en cálculos innecesarios para el concepto que queremos expresar, nos limitaremos a responder con otra pregunta: en los últimos años, ¿quién ha avanzado más?, ¿la clase media argentina, educada, laboriosa, con criterio de pertenencia y destino de un mañana?, ¿o lo ha hecho la marginalidad violenta, desapegada del resto de la sociedad y llena de odio por un semejante al que desprecia como ser humano sin otra consideración que justifique semejante sentimiento?
Aún sin entrar en discutibles porcentajes y no ahondando en los por qué del tema planteado, hay una realidad que no puede soslayarse; el avance de esta última versión de “la nueva Argentina” es notoriamente superior al de la primera, que fue durante años el resultado de aquella movilidad social ascendente que caracterizaba al país moderno y se sostenía en los principios históricos del peronismo.
Nada de todo aquello queda hoy en pie. Nada. Y lo peor es que ha sido demolido a los gritos por el actual Gobierno, como había sido prostituido de miserias durante el menemismo. Y ambas expresiones lo hicieron, alegremente, en nombre de aquel justicialismo que suponía la existencia de valores diametralmente opuestos a los enarbolados por sus dos “descendencias mostrencas”.
De cara al tiempo que viene, hay algo que la mayoría de nosotros tiene en claro: no queremos que nos griten más. Estamos hartos de deditos levantados, miradas fulminantes, amenazas chabacanas, culturas precarias y engoladas y maltrato personal e institucional.
Queremos encarar algo tan sencillo como mirar un programa de televisión sin temer que en el momento culminante del desenlace una banderita flameando no avise que a partir de ese momento aparecerá ”la señora de negro” para avisarnos, a los gritos, que resolvió cambiarnos las reglas de juego que hasta ahora teníamos porque descubrió, en la soledad de sus cavilaciones, que todos nosotros somos unos estúpidos incapaces de saber qué es lo que nos conviene y ella, y sólo ella, conoce el camino de nuestra felicidad. Felicidad que seguramente comenzará mañana mismo con alguna cosa que nos sacará ella, para que pase a integrar el cúmulo de cosas que malgasta y/o disfruta…ella.
Será por eso, querido lector, que los argentinos hemos comenzado a cambiar nuestros parámetros de exigencia. Ya no queremos, como en los 70, alguien que nos libere. Ni buscamos, como en los 80, alguien que proteja nuestras libertades. Tampoco queremos, como en los 90, un Gobierno que le dé estabilidad a nuestra economía y nos integre al mundo.
Porque aunque ni los que tuvimos en los 70 nos hayan liberado, ni el radicalismo alfonsinista haya garantizado libertades (imposibles de ejercer con hiperinflación) ni Menem nos haya integrado a mundo alguno, todos ellos, decantados por el paso del tiempo, han quedado relegados a la gran consigna de la hora: ¡basta de gritarnos!
Dejen ya de gritarnos, de acusarnos, de culparnos hasta de los callos plantares de la bisabuela Kirchner, de imponernos a empujones una historia que definitivamente no es nuestra historia, y a héroes que definitivamente no lo fueron.
Sólo y simplemente, dejen de gritarnos. Bajen el dedo, aflojen la ardiente mirada y comiencen a darse cuenta de que no somos niños ni van a conseguir nada asustándonos. Porque al gritar como desaforados pierden, además, la histórica oportunidad de escucharse a ustedes mismos. Si es que tienen algo que decir…
El israelí
Los israelitas tienen la dolorosa virtud de continuar su vida cotidiana en medio de las bombas. No importa cuántos misiles estén cayendo del cielo; ellos irán igualmente al mercado, llevarán sus hijos al colegio y marcharán decididos a su trabajo.
Tantos años de violencia terminaron por convencerlos de que si el miedo los paraliza, el futuro no tiene razón de ser. Entonces, lo mejor es poner en manos de los que saben “eso de la guerra”, y dedicarse cada uno de ellos a sostener el país con la laboriosidad y esa normalidad necesaria para avanzar en lo que se desea fervientemente.
Daniel Scioli es entonces un israelí. Le tiran misiles desde todos los ángulos, le desembarcan enemigos en las inmediaciones, le detonan bombas de tiempo que vaya uno a saber quién y cuándo se las colocó… pero él sigue concurriendo al mercado, lleva los pibes al colegio y asiste cada mañana a su trabajo.
Imperturbable hasta la exasperación –de otros, por supuesto-, el gobernador no entra en fragor alguno y, como sus sosías de Medio Oriente, deja eso de la guerra en manos de expertos que, además, integran por ahora el difuso mundo de los servicios secretos porque nadie los conoce. Y hasta ahora tan mal no le va…
Desde que se dedicó a esto de la vida política, siempre ha corrido las fronteras en el sentido de aumentar sus territorios. Mientras que todos los que desde siempre trataron de frenarle el paso, terminaron en capitulaciones no siempre honrosas. ¿Será por el tono?, ¿pasará que al no gritar consigue que nadie sepa por qué lado se está acercando? No lo sabemos. Pero como los israelíes, sigue sobreviviendo a lo largo de los siglos.
La puerta del cementerio
“Te acompaño hasta la puerta del cementerio…pero no a la tumba”, así reza un viejo y popular adagio. Ya hay mucha gente cercana al Gobierno que por acción u omisión acompañó hasta ahora las histerias oficiales, que comienza a tomar distancia de los gritos y los delirios. La justicia argentina, sorda y ciega hasta ayer nomás, ha dado últimamente señales de independencia antes impensadas. Pero más allá de lo bueno de estas señales, queda flotando en el aire una pregunta de raíz histórica: ¿alguna vez esta independencia institucional dejará de responder a momentos políticos de apogeo o decadencia?