Seguramente, ésta debe ser una de las semanas más “comidas” en el mundo. Ya sea por la festividad navideña, vivida como si en todo el mundo fuese invierno; o por el cambio de calendario, la única manera de celebrar parece ser juntarse alrededor de una mesa y comerse todo. Los que pueden, claro. Porque mesas hay, y si no, se improvisan. No pasa lo mismo con la comida.
Sin ánimo de dejar ninguna almendra atragantada, es imprescindible hablar del drama que se vive en otras latitudes. Un conflicto creciente, transversal, peligroso para quienes lo sufren. Y quizás también para quienes lo hacen sufrir, por aquello del agotamiento de la paciencia. Muchas cosas pueden faltar, pero cuando se trata de alimento o agua, la paciencia es mucho más corta.
”La soberanía alimentaria es el derecho de los pueblos, comunidades y países a definir sus propias políticas agrícolas, pesqueras, alimentarias y de tierra que sean ecológica, social, económica y culturalmente apropiadas a sus circunstancias únicas”. La definición ya tiene quince años de existencia; sin embargo, sigue siendo difícil de aplicar íntegramente.
Una de las reivindicaciones más repetidas a coro por los hambreados, reza: “no queremos más políticas agroalimentarias, lo que queremos es hacer y participar en las políticas agroalimentarias”. Una demanda clara de soberanía para decir y decidir que no pretenden políticas agroalimentarias enfocadas, como siempre, en cómo y cuánto se pueden aumentar las producciones de alimentos. Cada vez, más y más campesinos exigen políticas de aumento, producción y reproducción. En la soberanía alimentaria, el campesinado es el centro y el objetivo; la agricultura y la productividad, son los medios.
A su vez, esta soberanía ha mostrado que en un planeta globalizado, también las luchas son globales; en este caso, hermanando campesinas y campesinos del Norte (sobre todo asiáticos) y del Sur que se han reconocido como iguales frente a las consecuencias de una superagricultura intensiva en manos de pocas corporaciones. Su lucha ha generado una estrecha alianza entre la sociedad campesina y otros sectores de la sociedad civil, como son los grupos de consumo responsable, las organizaciones ecologistas o algunas organizaciones de cooperación internacional involucradas en la defensa de un mundo rural vivo.
No se trata de un problema de abastecimiento ni de productividad, sino de una desestructuración del mundo rural y de la vida campesina que empezó en los años ‘40 tras la Segunda Guerra Mundial y que continuó en los ‘60 con la implantación de la llamada “revolución verde”. Ésta, sustentada por un paquete tecnológico previsto para aumentar la productividad agrícola (semillas mejoradas, uso de fertilizantes, pesticidas), “promovía las tecnologías y los modelos comerciales que sirven a los intereses de las multinacionales estadounidenses y destruyen la seguridad alimentaria de los agricultores”.
Frente a la opción de desarrollar una agricultura ecológica, autónoma e independiente de los pueblos, la maquinaria estadounidense (gobierno de EEUU, Fundación Rockefeller y Fundación Ford) “diseñó otro modelo agrícola, extendido y vigente actualmente en todo el mundo, que no se basaba en la cooperación con la naturaleza sino en su conquista”. Así lo explica la activista india Vandana Shiva. En definitiva, y como ocurre ahora, se pensó en producir (elegante eufemismo de negocio) y no en quién produce.
Como define Gustavo Duch Guillot, especialista en el tema y miembro de Veterinarios sin Fronteras, la revolución verde, sin ningún respeto por el medioambiente, permitió incrementar la productividad de los monocultivos pero no la productividad de alimentos diversos y variados. Al mismo tiempo, generó una gran dependencia de créditos (inicialmente facilitados por el Banco Mundial y que hoy engrosan la deuda externa) para la compra de fertilizantes y pesticidas químicos, obligó a la concentración de tierras y destruyó la diversidad agrícola que había sido garantía de seguridad alimentaria.
Se pueden tomar muchos casos puntuales como ejemplo, pero si buscamos sólo en nuestro continente, uno de los más visibles es el mexicano. Sobre el conflicto agrícola en México, López Blanch expresó: “las transnacionales de alimentos que operan dentro del país se han convertido en las principales productoras, importadoras, exportadoras, y prácticamente se han adueñado del control de la economía azteca”. Innumerables fuentes de trabajo se esfumaron a partir de la compra y concentración de tierras en manos de esas compañías y por la utilización de nuevas técnicas industriales en la agricultura.
La consecuencia fue un impresionante crecimiento de la espiral de pobreza que llevó hasta 51 millones la cantidad de personas que carecen de recursos elementales para cubrir sus necesidades básicas; especialmente en Estados como Chiapas, Veracruz, Tabasco, Baja California, Puebla, Jalisco, Guanajuato, Oaxaca, Guerrero, Morelos, Chihuahua y el propio Distrito Federal. Todo ello, causado por la migración del campo a la ciudad capital.
En un minucioso estudio, Hedelberto López Blanch (contador, periodista, incansable viajero) señala que el maíz, alimento básico y ancestral del mexicano, cuya producción nacional abastecía a toda la población y dejaba excedentes para la exportación, ha sido prácticamente eliminado de los campos desde la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, o NAFTA en inglés), al cuadruplicarse las importaciones de esa gramínea procedente de Estados Unidos.
Una de las peores consecuencias del TLCAN surge de haber obligado a más de dos millones de campesinos y sus familias a abandonar las tierras que arrendaban, por los bajos precios de los productos y el abandono gubernamental.
Cuando se acordó la libre exportación de mercancías, las empresas transnacionales y los agricultores estadounidenses (con enormes subsidios gubernamentales y modernas tecnologías de producción) inundaron los mercados mexicanos, en detrimento de comerciantes y agricultores nacionales.
Pequeñas granjas han sido eliminadas por enormes emporios como Tyson, Smithfield, Pilgrims Pride, que se han adueñado de la producción ganadera y provocaron (aún lo hacen) la contaminación del agua y la tierra, en su afán por elevar las producciones sin cuidar el medioambiente. Como aseguran sus directivos, al final, el país no es de ellos.
Las cifras no mienten. Si antes del TLCAN México gastaba 1.800 millones en importar alimentos, ahora invierte 24.000 millones con alta dependencia en soja, 95%; arroz, 80%; maíz, 70%; trigo, 56% y frijol, 33%. Funcionarios del Departamento de Agricultura de Washington señalan que en los próximos años México deberá adquirir el 80% de los alimentos en otros países, principalmente en Estados Unidos.
Hacer soberanía alimentaria es, en definitiva, una práctica de resistencia a la espera de un cambio de modelo. ¿Cómo lograrla? Pues volviendo a un fragmento de la definición que le dio vida. En realidad, la soberanía alimentaria no es más ni menos que “el derecho de los pueblos a la tierra de la cual vivir, y el deber de los pueblos de cuidar la tierra de la que vivir”.
Recuérdelo, usted que tiene suerte, entre las copas que ya tomó en Nochebuena y las que tomará al inicio del nuevo año.