Se ha puesto de moda el “periodismo de investigación”. Tan de moda, que lo hemos canjeado por una sumatoria de dimes y diretes, chismes y sobreentendidos que suplantan graciosamente al estudio minucioso de un tema en busca de la verdad.
Dice el colega y politólogo Ramón Pérez-Maura, del prestigioso ABC de Madrid : “hemos sostenido reiteradamente que el llamado ‘periodismo de investigación’ en España consiste, casi sin excepción, en esperar a que alguien deposite en tu buzón algún documento comprometedor para un tercero y cuya difusión beneficie de una u otra forma al remitente. Afortunadamente, en el caso Bárcenas (Nota de R.: el escándalo de financiamiento político que hoy sacude a España) esto es tan escandalosamente evidente, que el pudor ha triunfado al fin y el supuesto ‘periodismo de investigación’ no ha sido invocado en este caso. Vergüenza torera, se llama la figura”. El autor de la cita se refiere así al pomposo sayo de “investigador” que muchos hombres de prensa pretenden colgar sobre sus alicaídas historias, para convertirse de la noche a la mañana en figuras de la profesión, dueños del rating y, sobre todo, millonarios.
Es ocioso aclarar que ésta última característica puede venir de la venta legal de sus libros, sus espacios publicitarios o sus derechos de programa; o, lo que es lamentablemente bastante común, del chantaje hacia quienes peor parados queden por su “investigación”. Y en tal orden de cosas, no debe el oyente o el lector pretender que las imputaciones que caigan sobre el “sátrapa y/o víctima” del esfuerzo periodístico estén sólidamente probadas y responsablemente chequeadas. Nada de eso es necesario cuando se cuenta con la ventaja de ejercer una profesión en la que, todos sabemos, cualquier disparate que lancemos al aire está en condiciones de provocar daño sobre quien lo reciba y que no habrá rectificación o desmentida que lo cure. Lo que se dijo, aunque sea disparatado, pasará a ser parte indivisible del “currículum” del afectado.
Quienes creemos (y esperamos) que alguna vez la sociedad venga a pedirnos cuentas por la manera en que hemos ejercido nuestro trabajo, estamos convencidos de que el periodismo tiene límites y creemos que esos límites deben ser respetados puntillosamente por quienes nos desempeñamos en él. Y algunos, entre los que me incluyo con vehemente entusiasmo, somos partidarios de que nuestra actividad sea también regulada por normas que no rocen siquiera la libertad de expresión; lo que parece hasta absurdo tener que aclarar. Pero que, a la vez, pueda poner límites a esa soberbia impunidad que caracteriza a muchos pretendidos hombres de prensa que han llegado a creer que “pertenecer al club” les da derecho a afirmar cualquier cosa de cualquier persona sin siquiera preocuparse por corroborar cuánto de verdad hay en lo que se dice.
Un titular destacado, un momento de fama profesional o el miserable instante en que se les pide un autógrafo y se convierten en potenciales figuras, es siempre más valorable que la vida y el honor de un semejante. Por eso debe ser que cada vez que se habla de un tribunal de ética o de la calificación de determinadas actitudes como de mala praxis, saltan espantados esgrimiendo la libertad de expresión como resguardo.
¿Es libertad de expresión calumniar? ¿Lo es seleccionar qué porcentaje de los hechos se ponen a consideración de la gente, cuando alguien puede mostrar una realidad distinta a la que enunciamos? ¿Por qué tanto temor a ser medidos por pares especialistas, no en cuanto a los contenidos sino en lo referido a la forma de corroborar cuestiones que pueden afectar a terceros?
En estos días hemos sido testigos de un caso emblemático. Jorge Mangeri se cansó de suplicar que le crean que él es el asesino de Ángeles Rawson. Y sin embargo, no ha logrado que una jauría de abogados y periodistas (vergonzosa y sospechosamente extendida alianza de nuestro tiempo) deje de lanzar imputaciones contra el padrastro (ubicuo pagador del pecado de tener cara de chanta), el hermanastro, la mucama y cuanta persona se acercase a la causa, la casa o la cámara. Cuando pase el tiempo y otra Ángeles suplante a Ángeles en el “interés” informativo, deberemos aceptar que este caso, en sentido contrario a otros muchos que nos han atosigado en los últimos años, se resolvió en apenas 24 horas.
Ocurre que un asesino circunstancial, que hasta el momento de su locura trabajaba de portero en un edificio común y corriente y que nunca había cometido con anterioridad delito alguno, no es alguien que pueda soportar la presión de su conciencia y mantener una mentira por el resto de su vida. Entonces se quiebra. Y confiesa. Tal cual como le pasó a Mangeri.
¿Cómo se le ocurre hacer tan sencillo algo que en manos del “periodismo de investigación” podía llegar a ser un nuevo caso Candela? ¿Se acuerda de Candela? Aquella chica a la que, por orden de aparición informativa, habían matado el padre, luego el padrastro, luego los ex cómplices del primero, luego la madre, luego el novio, luego la policía, después los albañiles, luego dos compañeritas; y por fin, nadie.
Pero este imbécil de Mangeri mata, no lo soporta y confiesa.
¿Y el rating?, ¿Y los abogados mediáticos trayendo primicias? ¿Y las cámaras ocultas? ¿Y Fariña? ¿Y Elaskar? ¿Y Mauro Viale? ¿Y Lilita Carrió revoleando el dedo en el Senado? ¿Y Cristina haciendo diputado a algún pariente lloroso de la víctima? Nada fue posible. Y todo por culpa de un tipo al que se le ocurre confesar su crimen. Por esto, solo habría que condenarlo a perpetua; total, por la muerte de la menor estará en la calle en 4 o 5 años.
Uno ejerce con alegría y con la mayor dignidad de la que es dueño, esta profesión maravillosa. Pero un día se pone del lado del oyente-lector-televidente y descubre que estamos dándole una dosis de mierda tal, que abochorna sentirse parte de este circo. ¿Periodismo de investigación? No joda. Amarillismo berreta y competitivo que solo tiene como objetivo que podamos convertirnos nosotros en protagonistas y estrellas, aunque la noticia pase a un ominoso segundo plano. Feria de vanidades propias de la soberbia de brutos morales e incultos conceptuales que un día, como por arte de magia, descubrimos que nuestro propio bienestar es más importante que aquella olvidada arcilla del periodismo que, aunque nos cuse náuseas, se llama “la verdad”.
Hasta convertirnos en la versión plumífera de aquellas frases amargas del tango de Horacio Pettorossi que decía “pobres esclavas blancas del tango y la milonga”. Que sin saberlo no se estaba refiriendo a las prostitutas, sino que hablaba de nosotros. ¿De quiénes? De los periodistas “de investigación”.