El caso Marita Verón trajo cola. La ONU estima que, cada año, entre 600 mil y 800 mil personas son víctimas de trata y que su comercio genera ingresos anuales por 32 mil millones de dólares. Otros organismos afirman que esa cifra asciende a 40 mil millones de dólares. Y no son sólo mujeres para explotación sexual. En el siglo XXI, la esclavitud es un hecho cotidiano.
“¿Cómo tolerar que en el siglo XXI haya en el mundo familias encadenadas, generación tras generación, en la servidumbre de las deudas; que tantos niños trabajen en condiciones terribles; que tantas niñas sean vendidas para trabajos domésticos sin salario o para la prostitución?”. Preguntas que Jaques Chirac, ex presidente de Francia, le formuló a un auditorio repleto de periodistas ante los cuales anunció que haría lo que fuese necesario para que en las escuelas se enseñe la historia francesa “sin ocultar las páginas sombrías“. Y eso incluye asumir la responsabilidad histórica de su país durante la colonización. No se avanzó gran cosa, convengamos.
Y es que hay esclavas sexuales ofrecidas como si se dedicaran a prostituirse voluntariamente. Lo grave es que no se trata sólo de mujeres; también, niños y niñas son víctima de la trata de personas. Existe una maraña de intereses de por medio, y poca dureza y claridad jurídica para castigar este denigrante delito.
Delito que no sólo no se combate, a la vista está; además, es fuente de atracción económico/turística. Y no solamente en Tailandia (Bangkok es un clásico) sino también, por ejemplo, en el Estado de Quintana Roo, en México, uno de los más transitados por extranjeros con mucha plata y poca moral. En febrero de 2010, el Departamento de Seguridad Interna estadunidense acusó a 22 sospechosos en Houston, Texas, de vender inmigrantes mexicanos de ambos sexos para diferente menester, usando compañías de servicio de transporte que los introducían ilegalmente al país. Según la misma fuente, los traficantes encerraban a los emigrados en “casas clandestinas”, resguardadas por hombres armados y perros de asalto para impedir que huyeran.
Sean mexicanas de pueblos rurales o extranjeras traídas con falsas promesas de otros tipos de trabajo, los tratantes las obligan a ser esclavas sexuales como parte de “paquetes turísticos”, de los “table dance” o casas de masajes. En todos los casos, el negocio está amparado por una gran corrupción y una débil legislación. Y suele tejer una madeja de relaciones muy complicada: aquí “trabajan” desde taxistas hasta empleados de bares; en el medio, se involucran políticos, jueces y banqueros. En muchas ocasiones, si usted no se quiere molestar, se ofrecen mujeres y niños por catálogo.
Pero cuidado con creer que este tipo de esclavitud es el único. Lejos de ello, sobrevive el “clásico”, el de la explotación lisa y llana del hombre por el hombre llevada a su nivel más cruel. En su libro “Esclavos en el paraíso”, publicado en noviembre en España, Jesús García cuenta la tremenda experiencia de Hartley al descubrir la explotación de los cortadores de caña haitianos en las haciendas de los Fanjul (españoles) y de los Vicini (italianos), dos de las familias más poderosas de la República Dominicana, íntimos amigos de don Juan Carlos de Borbón y su griega consorte Sofía. “Somos amigos íntimos”, le reconoce la reina a Christopher Hartley cuando el misionero le enseña las fotos de la esclavitud en las plantaciones dominicanas de los Fanjul. “Nos quedamos en su casa cuando vamos a Miami”, dice alegremente su majestad, y uno no sabe si de pura estupidez o impunidad real.
Cuenta Hartley que a su llegada a la República Dominicana, se encontró con miles de haitianos, acarreados ilegalmente desde su país, obligados a cortar caña durante doce horas diarias a cuarenta grados, por dos euros, sin contrato ni jubilación, sin atención sanitaria y hacinados en miserables poblaciones donde no hay ni agua ni electricidad ni escuelas. Niños de nueve años recogen la caña cortada por sus hermanos adolescentes. Y sí, por supuesto, las niñas secuestradas son utilizadas para la prostitución infantil.
Como bien señala José Manuel Martín Medem, sociólogo que estudia esta clase de flagelos, la esclavitud del siglo XXI es el origen de las fortunas de los Fanjul y de los Vicini, que nunca habían sido cuestionados hasta que reventó la indignación del sacerdote español. Sus denuncias amenazan a la “sacarocracia” donde más le duele: la explotación laboral y el trabajo de los menores violan las condiciones de los acuerdos comerciales para la exportación de azúcar a Estados Unidos y la Unión Europea. Los Vicini perdieron en los tribunales de Estados Unidos una demanda por difamación contra el documental “El precio del azúcar”, elaborado por Bill Haney con el testimonio de Christopher Hartley.
Muy cerca de la esclavitud de las plantaciones, los Fanjul alojan a los presidentes de Estados Unidos, a los reyes de España y al millonario mexicano Carlos Slim, el gran amigo de Felipe González. Los hospedan en su exclusiva reserva para privilegiados “Casa de Campo”, donde el alquiler de una residencia cuesta mil euros por día. Los esclavos sostienen el lujo del paraíso. Dicho sea de paso, explotando su amistad con los Clinton, los Fanjul conservan sus privilegios en Estados Unidos, donde reciben millonarias subvenciones y consiguieron sepultar la película “Sugarland” que protagonizaron Jodie Foster y Robert de Niro.
Liliana Obregón, de la Universidad Los Andres (Colombia), agrega que si bien la miseria obliga a estas prácticas, existe un factor cultural que las favorece. Muchos padres pretenden “formar el carácter” (¿) de sus hijos obligándolos a asumir responsabilidades económicas; y así, los pequeños que trabajan en las calles aprenden rápidamente lógicas para evadir la norma, se vuelven transgresores. Lo más grave, para esta profesional, es que “la explotación no saca a ninguna familia de la pobreza; al contrario, cuando a un niño se le niega la educación, pasa su vida en la marginalidad hasta que su propia familia repite el ciclo”.
En Mauritania, al norte de África, el gobierno prohibió la esclavitud hace tres décadas, pero decenas de personas siguen siendo raptadas y llevadas a cautiverios para luego ser sometidas en regiones remotas de esa nación. Fue el último país en abolir la esclavitud, en 1980. Pero el desconocimiento de la ley por parte de la población explica por qué gran parte de los antiguos esclavos continúan bajo esa condición.
La Liga Mauritana de Derechos Humanos asegura que algunos nunca fueron liberados (alrededor de 90 mil) y que unos 300 mil regresaron a los hogares de sus antiguos amos con el fin de ser acogidos nuevamente. Situación que se repite casi calcada en las “fazendas” del Sur de Brasil, donde los hacendados “dejan escapar” a los peones rurales porque saben que volverán poco menos que pidiendo perdón… Más aún, el destacado sociólogo Darcy Ribeiro ha dicho: “quien diga que en Brasil ya no hay esclavos, es porque no conoce Brasil”.
La esclavitud es una institución arcaica, alguna vez elogiada por Aristóteles, que también “tenía sus muertos en el placard”, por lo visto. Lo aberrante del esclavismo y la interpretación económica que hacía de los esclavos sujetos más “caros” que un asalariado, provocaron gradualmente su desaparición. Sin embargo, a caballo de nuevas y múltiples perversidades, puede decirse que la esclavitud aún goza de buena salud.