En Argentina, son unos 8.000 menores, y se suman 100 cada año. Pero la medicación, monopolizada por laboratorios internacionales, no está adaptada y el sabor desagradable atenta contra la adherencia a los tratamientos. El rol del Estado.
¿Qué haría usted si hoy un médico le dijera que para vivir tendrá que tomar kerosene una vez al día? Y si en vez de una, la ingesta se multiplicara a más de tres dosis diarias, ¿cuál sería su reacción? No es tan difícil, piénselo: su vida depende de ello.
Ahora, repita el ejercicio: imagínese frente a la misma disyuntiva pero en sus tiernos primeros años de vida. Cuando todavía no balbuceaba palabras con sentido, ni sabía tragar los alimentos, ¿hubiera admitido paladear el gusto del combustible?
“Asco mamá”, recuerda Mariana Arce, que le dijo su hija Camila en cuanto pudo enhebrar una frase con sentido. Para ese entonces, llevaba casi un año tomando eso que, con el tiempo, la niña llegaría a comparar con kerosene. “En enero de 1995 nos diagnosticaron SIDA, todo era diferente porque el sistema de salud público no estaba preparado para enfrentar lo que pasaba y yo, con ocho meses de embarazo, tampoco”, recuerda Mariana, que se supo portadora de VIH porque su esposo comenzó a sentirse mal.
“Un año y medio esperamos para saber si la nena también era portadora. Cuando dio positivo, la vida me dio un giro. Molíamos pastillas, fraccionábamos el jarabe para adultos. Esto era de por vida, y costó muchísimo porque Camila corría, lloraba”, dice la mamá mientras deja que su hija, hoy con 19 años, también recapitule su propia historia. “Un día lo aceptaba, otro día no. No entendía por qué yo tenía que dejar que me dieran esas cosas y mis compañeros no; entonces, cuando veía que llegaba la hora en la que tenía que tomar el remedio, me escondía”, dice la adolescente. Antes de que Mariana remate: “ella comprendió más la situación cuando el papá falleció, a los 4 años. Yo le decía: ‘nosotras no queremos que nos pase esto, tenemos que tomar la medicación’. Estaba desesperada: ahora lo pienso y esas son cosas que los chicos no tienen por qué entender”.
La Argentina registró hasta diciembre de 2010 unos 7.941 casos de infección por VIH en menores de 19 años, de los cuales más de la mitad corresponde a menores de 14 que adquirieron el virus en un 90% por transmisión perinatal, es decir, antes del nacimiento. Según el Ministerio de Salud de la Nación, en el país hay unas 110 mil personas viviendo con VIH, aunque el 30% aún no lo sabe, lo cual incrementa el riesgo de transmisión vertical –de madre a hijo durante el parto– que actualmente ronda los 100 casos anuales.
“Los niños que nacen con VIH en los países desarrollados son tan pocos que la investigación que se realiza en formulaciones pediátricas no interesa”, explica Lorena Di Giano, abogada de la Red Argentina de personas positivas. En la Argentina el problema es relativamente nuevo, porque hasta el año 2000 no se aplicó a la ley de patentes para medicamentos que unos años antes debió rubricarse ante los países desarrollados, en los que residen los laboratorios multinacionales. “Al firmar ese acuerdo en el marco de la OMS, quedamos obligados a adoptar esa ley de patentes, que genera monopolios y estos hacen que los precios aumenten a su antojo y deciden las pautas de producción. Como esos colosos tienen la potestad productiva, y no piensan investigar más de lo que hacen, los que pierden son los chicos”, sintetiza Silvia Casas, que desde hace doce años dirige el hogar Casa Manu de Monte Grande, en el que viven 18 niños con VIH.
Desde 1995 está disponible en el mundo la llamada “terapia antirretroviral de alta actividad”, que ha permitido cambiar drásticamente el pronóstico de las personas con VIH, aumentando la supervivencia a valores cercanos a los de las personas no infectadas, y cada vez con menores efectos adversos. En la Argentina, el tratamiento está disponible desde 1996 y tanto este como los estudios de seguimiento son gratuitos. El Hospital de Pediatría Garrahan realiza el seguimiento de unos 400 casos de niños con VIH. Rosa Bologna, jefa de Infectología, analiza: “en los niños se usan los mismos medicamentos que en adultos y se combinan al menos tres para prevenir la resistencia al virus. Hay jarabes, especialmente para menores de 3 años, y luego se usan comprimidos. Hay que alentar a los padres para que sigan los tratamientos de sus hijos: es una decisión vital”.
Casas sabe bien de qué se trata la injusticia empresarial. “Muchos dicen que hay medicina pediátrica, cuando en verdad lo que hay es jarabes con un gusto espantoso. Entonces los nenes no quieren saber nada con tomar los remedios y termina fallando la adherencia, porque ellos están hartos de tomar remedios”, explica. Según las cifras que maneja, mientras que la adherencia debería ser del 96% para que los tratamientos no fallen, en los menores de América latina el promedio es del 60%.
Según Di Giano, “comenzás con un cóctel y depende cómo responde cada paciente se cambian los medicamentos. Un paciente puede llegar a gastar en promedio 4 mil dólares al año en una combinación de por lo menos tres remedios, Lamivudina (3TC), Zidovudina (AZT), Kaletra o Abacavir, todos para adultos pero aplicados a niños”.
A pesar de estas dificultades empresarias, muchas organizaciones trabajan para impulsar el desarrollo de formulaciones pediátricas: Unicef y Médicos Sin Fronteras (MSF) representan a las más críticas. Ya en su Conferencia Internacional sobre VIH, MSF hizo un llamado a gobiernos y laboratorios a poner mayor énfasis en mejorar la atención a los niños con SIDA. “La mayoría de los fármacos disponibles está mal adaptada para su uso en los contextos con recursos limitados, porque suelen presentarse en polvos que necesitan mezclarse con agua potable o jarabes con sabor desagradable que además necesitan refrigeración”, se desprende del documento de cierre.
“Nosotros utilizamos antirretrovirales de alta eficacia. De los nuevos medicamentos no hay disponibilidad pediátrica, y lo que nos responden es que se están haciendo investigaciones”, agrega Bologna. Actualmente, hay más de 20 medicamentos disponibles para el tratamiento eficaz en adultos, lo que permite seleccionar esquemas que se adapten mejor a cada persona en cócteles de no menos de tres combinaciones. Pero esta es una realidad que no alcanza a la infancia, simplemente porque a las droguerías no les interesa invertir en una población tan pequeña en el universo de afectados.
“La mayor parte de las patentes provienen de multinacionales farmacéuticas que pertenecen a países del Norte: Gillette, Novartis, Roche, Glaxo, entre otros. Hasta la firma del acuerdo de patentes, los laboratorios argentinos habían logrado desarrollar bastante, algo que se vio trunco”, señala la abogada Di Giano. Arce sube la apuesta: “el Estado debe aplicar a las normativas internacionales, pero primando la Constitución Nacional, que resguarda el derecho de sus habitantes a tener las condiciones de salud correctas. Queremos un sistema de desarrollo, con inversión pública, que se encargue de las particularidades, como es el caso de los pediátricos”.
“Seguimos en la misma, adaptando mucha de la medicación. No hay recetas nuevas, y los que se tienen que adaptar somos nosotros, no los laboratorios, aunque cuando uno va al doctor le explican que el romper una pastilla representa que esta pierda muchas de sus propiedades, además de intensificar el mal gusto que tiene. No es una queja sin sentido: una enfermedad es perturbadora para un niño, tener que tomar grageas y jarabes con sabor horrible es casi traumático”, dice Casas.
Vuelva a imaginarse teniendo que consumir kerosene. Piense en esos niños de un año que no saben sobre lobbies de laboratorios ni comprenden de enfermedades. Para ellos, ése es el límite entre la vida y la muerte prematura.