Hoy votamos ¿Hoy cambiamos? Parece difícil. La Argentina es rica en experiencias anteriores en las que la gente avisó cosas que la dirigencia no supo o no quiso entender. Mientras tanto, los problemas siguen ocupando el centro de la escena y el tiempo parece agotarse.
Mientras usted lee estas líneas, todos nosotros estaremos ejerciendo el derecho supremo de la democracia: votar. Cada acto comicial ha encerrado un desafío distinto. Desde el retorno de la democracia, una jornada electoral representaba siempre un mensaje al gobierno de turno.
En 1987, los argentinos queríamos avisarle al gobierno de Alfonsín que, más allá de la alegría que representaba para todos la recuperación de las libertades y los derechos civiles, ya estábamos necesitados de que el gobierno comenzase a fijar su atención en los ya agobiantes problemas económicos. Y no se dio cuenta.
En 1997, pretendimos que Menem se diese cuenta de que su agobiante insistencia en ir por una nueva reelección no estaba en nuestra agenda y que, antes bien, nos preocupaba la agobiante corrupción que caracterizaba su gobierno. Y tampoco tomó nota.
En 2001, pocos meses antes de la explosión que se llevó puesto a su gobierno, Fernando De la Rúa recibió el claro mensaje de un electorado que faltó a las urnas para mostrar su hartazgo por la incapacidad de su gobierno y de la clase política en general. No entendió nada.
Como tampoco entendió en 2009 Néstor Kirchner. Sin embargo, tuvo a su favor la inopia de una oposición que no estuvo a la altura del mandato que clamorosamente le había dado el electorado, permitiendo que el gobierno se recuperase y, con el agregado emocional de la muerte del ex presidente, plebiscitase a Cristina con el 54% de apenas dos años después.
Cada mensaje desoído tuvo sus consecuencias.
Alfonsín tuvo que irse. Menem rifó para siempre su ya declinante prestigio. De la Rúa terminó escandalosamente su pobre gestión. Y Cristina ingresó en una espiral de soberbia y autismo que le permitió empatar la insólita experiencia de dilapidar un inmenso capital político que le habían “regalado” sus vencedores de la elección anterior.
Y es ese enojo de los argentinos, con el autismo y la soberbia presidencial, lo que los ciudadanos tomarán hoy como gran mensaje para un gobierno que, de cualquier manera, no parece muy proclive a escuchar el clamor.
Son pocos los argentinos que, eligiendo una opción opositora, estarán votando por alguien que realmente los entusiasme y los llene de esperanza. El de hoy, es un voto que grita “basta” antes que “vamos”.
Los adversarios del Gobierno llegan a esta jornada sin haberle contado a la gente qué es lo que piensan hacer para ejercer el mandato conferido y, mucho menos, para resolver los problemas de inseguridad, aislamiento, inflación y falta de trabajo que avanzan a toda velocidad sobre la sociedad argentina.
Una vez más, votaremos por lo que no queremos más que por una esperanza. Como en el ‘87, ‘97, ‘99 y 2009, los ciudadanos nos limitaremos a expresar hartazgos y dejaremos para otra vez la esperanza. Los personajes son los mismos; los discursos, similares; los slogans, oportunistas. Y las sonrisas que devuelven los spots, igualmente falsas que aquellas que ya conocemos.
Solo los problemas de un país que no logra enfocarse en algo que se parezca a un destino o a un futuro, aparecen como agravadas estaciones de originalidad, que se muestran dolorosamente elección tras elección.
Y el tiempo pasa. La democracia retacea sus respuestas y la sociedad sigue disgregándose, empobreciéndose y mostrando cada día una cara peor que la del anterior.
Es lo que hay. ¿Es lo que somos?
Miedo y soledad
Los hechos de violencia en Mar del Plata toman un cariz que nos lleva a preguntarnos si no se ha pasado el punto de no retorno. La presencia de la droga, la ineficacia policial unida a una corrupción imposible de detener, y una justicia autista y prescindente que deja al ciudadano en estado de indefensión, son elementos cotidianos del drama local.
Hay algunas cosas que ya no pueden discutirse. En primer lugar, debemos colocar una situación de violencia social que ya no tiene sentido discutir, pero que debemos frenar a como sea lo más pronto posible. Violencia en las costumbres, violencia en el diálogo, violencia en la escuela, violencia en los lugares de diversión, violencia en los estadios deportivos, violencia en el tránsito. Violencia.
La delincuencia, absolutamente desmadrada y autosuficiente, no hace otra cosa que agregar picos de violencia a una sociedad que la padece en su trato cotidiano. La presencia del alcohol y la droga se unen a la creación de una generación joven desestructurada por la falta de futuro y por la inexistencia de límites y controles; un mal que, en diferente grado, aparece en todas las circunstancias y estratos sociales.
Las fuerzas de seguridad, desbordadas y corrompidas hasta sus cimientos, se mueven con mayor familiaridad en el mundo del delito que en el de las personas honestas. Tráfico de estupefacientes, piratería del asfalto, robo de autos, secuestros extorsivos, salideras y entraderas, desarmaderos, ventas de autopartes robadas y manejo de la trata de blancas y la prostitución, son delitos en los que nunca falta “la pata policial” que los promueve, encubre o simplemente los lleva adelante.
Y el último bastión que le queda a la gente es el que menos responde a las necesidades de los ciudadanos. La justicia, que de ella se trata, compuesta por funcionarios de una mediocridad y soberbia aterradoras, ni sirve ni quiere servir a los intereses de la gente.
Cagatintas de escritorio que tan solo buscan disfrutar de sus obscenos privilegios, se sacan de encima las causas abriendo la puerta de salida a los peores delincuentes con el perverso objetivo de que sea la sociedad quien deba lidiar con ellos.
El ciudadano queda, entonces, indefenso. Y la justicia por mano propia se convierte en la única respuesta de supervivencia de una comunidad que, mire para donde mire, se encuentra sin respuestas, sin idoneidad y sin honestidad.
Mientras tanto, la clase política sigue mirando para el costado y no atina a dar otra respuesta que no sea el eterno discurso vacío y la imagen de impotencia que la caracteriza.
Estamos solos. Y tal vez haya llegado el momento de juntarnos en busca de las soluciones que las instituciones y quienes las encarnan se empecinan en no dar.