Instantáneas de la vida (y la muerte)

Desafortunadamente, que una persona caiga a las vías del subte y muera a consecuencia de ello no es una rareza en la ciudad de Nueva York. Lo que sí constituye un asterisco tan insólito como sujeto a debate es que un fotógrafo se encuentre en el sitio en el preciso instante en que eso ocurre, y retrate para siempre jamás ese momento último y fatal.

Una imagen publicada la pasada semana en el diario The New York Post, tomada por un fotógrafo freelance mientras aguardaba en el andén y en la que se ve a un hombre asiático identificado luego como Ki-Suck Han, intentando escapar de una muerte segura, ha despertado las más duras críticas hacia la ética periodística, o a un particular rubro dentro de la profesión, como el fotoperiodismo.

El autor de tan cuestionada imagen, Umar Abbasi, ha defendido su acción en una emotiva carta publicada por el mismo medio que difundió la foto, y luego en una entrevista, en la cual ha subrayado: “Estoy siendo injustamente criticado por todos los medios de comunicación y la ciudadanía. Estaba de pie en el andén cuando vi la caída. Nadie ayudó al hombre. Es más, todos empezaron a huir. Vi las luces del metro a lo lejos y fue cuando empecé a disparar flashes para advertir al conductor”. Lo hizo hasta 49 veces. Pasaron tan sólo unos 22 segundos, cuenta el fotógrafo, entre que oyó los gritos y el sujeto fuera atropellado.

“Yo estaba esperando el tren en el andén del metro de la calle 49, cuando de repente oí gente gritando. Por el altavoz se anunciaba que el convoy estaba llegando. Fuera de mi alcance vi un cuerpo volando por los aires”, relata Abbasi. “No tenía ni idea de lo que estaba fotografiando. Yo estaba mirando al tren con la intención de que parara (…) Si hubiera podido, lo habría ayudado”, ha añadido Abbasi a The New York Times. El conductor del convoy ha ratificado la versión del fotógrafo: “Vi las luces e intenté parar, pero no pude”.

El autor de la imagen, colaborador de The New York Post, dejó todo el material al periódico. “No fue decisión mía publicar la imagen”, ha reiterado. “Cada vez que cierro los ojos veo cómo muere, no me importa la foto”, se ha lamentado Abbasi. En la foto también se puede advertir a varios testigos reunidos en el otro extremo del andén agitando las manos para que el metro redujera la velocidad. No lo consiguieron. La pregunta que muchos se hacen ahora, pasado el accidente, es si nadie tuvo la fuerza suficiente para tirar de Han y salvarle la vida.

Por qué Abbasi no intentó socorrerlo para salvarlo de tan horrible final, cuán oportunista fue el retrato, o qué tan honesta es ahora su declaración sobre su intención de alertar al maquinista con el flash para que detuviera la formación y no arrollara finalmente al hombre, es difícil de saber. No obstante ello, el impulso de este hombre de eternizar el fatal instante ha reavivado un viejo y nunca concluido debate mundial, tanto público como privado, acerca de la ética y el rol social de los periodistas y fotógrafos en función periodística.

Testigos de cargo

El gesto de Abbasi, y la controversia suscitada por él, no constituyen novedad. Lejos de la imagen estereotipada y ficticia que los propios medios han tejido sobre estos trabajadores de la comunicación, los fotoperiodistas han sido históricamente cuestionados por su labor en situaciones extremas: ante un horror inminente, ¿deberían ayudar, o sólo documentar el momento, tal como acontece, sin otra participación que el disparo de la cámara?

“Ver morir a esta persona ha sido una de las cosas más horribles que he visto en mi vida”, asegura Abbasi. Y no hay razón para negar la autenticidad de su relato. Una sensación similar ya había planteado Kevin Carter, luego de que se conociera su foto más célebre: la de un niño en Sudán, a punto de morir por inanición, acechado por un buitre. Criticado por no haber asistido a la criatura, y en medio de una profunda depresión, Carter se suicidó en 1994, sin saber sobre el destino de su “retratado”. Ese mismo año, la imagen ganó el Pulitzer. El pequeño Kong Nyong sobrevivió al periodista: falleció en 2008 de fiebre.

Diferente es la opinión y actitud del fotógrafo español Emilio Morenatti, reportero de AP en Medio Oriente. Los fotógrafos terminamos desarrollando un cortafuegos para poder sobrevivir a situaciones de alto contenido dramático o riesgo”, explicaba en 2006 a la cadena BBC. “Algunas escenas se quedan para siempre como parte de uno, y algunas se convierten en pequeños traumas, pero eso también le debe ocurrir a los policías, a los bomberos, a los doctores”, argumentaba, mientras desarrollaba su corresponsalía en la Franja de Gaza.

“Hay una especie de acuerdo tácito entre los fotógrafos, en que basta una mirada cómplice para decir ‘vámonos’. Hay un momento en el que decidimos no hacer ni una foto más. La línea nunca se sabe”, admitía el español, reconocido a nivel internacional por sus trabajos, entre otros, en torno a la violencia ejercida sobre mujeres afganas y pakistaníes.

Colombia fue, en 1985, el escenario de una catástrofe natural que arrasó con el pueblo de Armero. Allí, Omayra Sánchez Garzón padeció durante días atrapada entre el fango, agua y los restos de su propia casa. Sin forma de ayudarla a salir de esa trampa mortal, Frank Fournier retrató a la adolescente, poco antes de morir de gangrena gaseosa. La imagen se conoció meses después de su fallecimiento.

Otro caso paradigmático es el de Paul Hansen, ganador del concurso internacional “Swedish Picture of the year 2010”. La imagen: Fabienne Cherisma, una joven haitiana asesinada por la policía local. En sí, la foto no suscitó grandes cuestionamientos, sino hasta que se conoció otra perspectiva de esa misma situación: el fotógrafo Nathan Weber capturó una instantánea de los fotoperiodistas mientras disparaban sus flashes sobre el cuerpo de Cherisma. Lejos de cuestionar a sus colegas, Weber defendió el oficio. “La muerte de Fabienne muestra que hay ambientes en total caos. La representación visual es una muestra de las cosas con las que la gente en Haití tiene que lidiar”.

Ni arte ni parte

La fotografía periodística es un documento que comunica información que se descompone en pixeles, no en vocales, consonantes y signos de puntuación. Es una declaración testimonial que no siempre encierra una belleza estándar o socialmente aceptable. A algunas célebres imágenes históricas ya establecidas como en sintonía con lo ideal colectivo –como, por ejemplo, el primer paso del hombre en la Luna-, se contraponen miles de trabajos que muy lejos quedan de transmitir un mensaje optimista. Muy por el contrario, la difusión de este tipo de imágenes transita un delgado y no muy asequible margen entre la denuncia y el morbo, que todos consumimos, incluso desde el reproche, el desagrado y el repudio. Nuestro país no es la excepción a la regla.

Tal vez, en este particular aspecto, no hay ejemplo más rotundo que el del asesinato de los militantes Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, cuyo esclarecimiento fue posible por las secuencias fotográficas obtenidas involuntariamente por los medios que fueron testigos mudos de la represión policial.

Este año, a diez de la masacre, uno de los fotógrafos que retrataron los enfrentamientos en Avellaneda, José Mateos, se refirió a las imágenes que obtuvo ese día. “No me gusta mucho ver esas imágenes. Siento orgullo por el trabajo, pero las miro de pasada. Incluso en alguna exposición que hice las obvié, aunque después entendí que debían estar”, señala. Muchas veces me pregunté si podría haber hecho algo más para salvarle la vida a Darío (Santillán). Sé que no se podía, pero en un momento me pesó el hecho de no tener claro si podía haber hecho algo más que estar ahí”, confió.

¿Es una falta moral no arriesgar la propia vida para salvar a otra? ¿Hasta qué punto estamos personal o profesionalmente compelidos a cambiar lugares con alguien a punto de morir? ¿Es un impulso omnipotente hacerlo, un acto de cobardía imperdonable no hacerlo, o la naturaleza humana contempla ambas variantes?

¿Es éticamente cuestionable la tarea del fotoperiodista, entendiendo que ésta consiste en documentar aspectos de la realidad muchas veces lindantes con la muerte, o que ponen en juego toda la estructura moral del ojo que observa y retrata? En el caso del fotógrafo de Nueva York, que se hallaba circunstancial y azarosamente en un sitio donde la tragedia se hizo presente, ¿es más culpable, si es que hubiera culpa posible en alguno de los presentes, de no haber estirado su mano –más que para capturar con su cámara el momento- que otro testigo cualquiera? ¿Tenemos los seres humanos, cualquiera sea nuestra profesión, la pulsión natural del rescate vital de otros, o es simplemente un rasgo personalísimo de algunos, y una aspiración promovida por una versión acentuadamente cinematográfica de la condición humana?

No lo sé. De verdad que las preguntas que le traslado en esta columna, lector, son las mismas que me hago a diario. Cuál es nuestra función, nuestro lugar, nuestro límite. Si somos primero el oficio al que nos debemos, o los seres a veces miserables, oscuros y temerosos, a veces superlativos y generosos hasta la propia muerte que podemos indistintamente ser. Si nos debemos por completo a esta profesión y sus infinitos intersticios, a la humanidad plasmada en ese otro vulnerabilizado al que entrevistamos o retratamos en su peor momento, o simplemente a nuestra propia existencia, que tiene más de supervivencia, instinto de conservación y pedestrismo, que de glamour y heroicidades.

De nuevo, no lo sé. Y espero seguir no sabiendo las respuestas a todas esas preguntas, porque mientras las persigo intentando alcanzarlas, seguiré haciendo periodismo y mirando a otros periodistas hacer periodismo mientras la vida, sencillamente, es.