Todos sentimos que estamos solos frente a las adversidades de estos tiempos. Y comenzamos a preguntarnos si el Estado, creado, financiado y conformado por nosotros, se decidirá alguna vez a atendernos y dejará de ser “conchabo” de un grupo impresentable de vivillos.
Juan se levantó a la mañana y se encontró con el frente de su cada tapado de grafittis. Mientras maldecía a los anónimos autores, recordaba el tremendo esfuerzo que le había costado, apenas unas semanas antes, embellecer aquellas paredes que ahora lo miraban desde la obscenidad de esas formas retorcidas que bien mostraban el alma y el cerebro de sus autores.
Juan comprendió enseguida que pasaría mucho tiempo antes de que estuviese en condiciones de volver a pintar aquellas paredes. Y que no tenía sentido alguno hacer la denuncia, porque nadie lo escucharía y, menos, trataría de buscar a los responsables. Inmediatamente, se resignó a vivir enmarcado en esa roña.
Las paredes del Municipio amanecieron pintadas con leyendas políticas y otro tipo de obscenidades (a veces, las leyendas políticas lo son). En las últimas semanas, había ocurrido en varias ocasiones y siempre se resolvió de la misma manera: alguien ordenó limpiar los muros, y al mediodía ya nadie se acordaba.
Juan llevó a su hijo al hospital. Unas líneas de fiebre y una persistente tos lo habían preocupado a él y a su mujer ante la presencia de una epidemia de bronquiolitis que ya había hecho sus primeros estragos en la escuela.
Después de esperar por más de cuatro horas, fue atendido a las disparadas por una malhumorada médica que rápidamente lo mandó a la casa, no sin antes decirle que viera de hacer una radiografía de pulmón en un establecimiento privado porque el aparato del hospital no andaba desde hacía cuatro meses.
La mujer del Secretario tenía un leve dolor en la muñeca. Alguien llamó al más exclusivo centro especializado de la Argentina y en pocos minutos tuvo una cita acordada con una eminencia a la que pocos podían acceder. El traslado fue sencillo: aquél día, el avión sanitario solo esperaba trasladar a un trabajador que había sufrido un grave accidente, pero de cualquier manera tenía pocas expectativas de vida. Nada que no pudiese resolverse con la ambulancia que estaría disponible la próxima semana.
Cuando a Juan lo asaltaron y golpearon, la falta de patrulleros hizo que nadie pudiese perseguir a los responsables. Además, como Juan no recordaba dónde había quedado la factura de compra del reloj que había heredado de su abuelo, y mucho menos la numeración de los billetes que le habían arrancado, tuvo que conformarse con un trámite que le llevó apenas tres meses y que, le dijeron, “servirá para que las estadísticas delictuales estén actualizadas”.
Cuando aquel grupo de personas que había concurrido al ministerio para reclamar por la escuela de sus hijos, cerrada desde principio de año por falta de presupuesto para cambiar una llave térmica, vio al ministro salir por la puerta del costado, trataron de acercarse. Alguien hizo una seña y los fornidos guardaespaldas del funcionario molieron a golpes a los quejosos antes de que aquél se diese siquiera cuenta de lo que pasaba a su alrededor. O al menos, eso pareció, ya que ni siquiera giró su cabeza para observar a aquellos ciudadanos.
Juan dejó de ir al fútbol con sus hijos. Aquella pasión compartida que les alegraba el fin de semana se convirtió en drama cuando un grupo de inadaptados comenzó a pelear a los tiros y cadenazos a la salida del estadio y toda la familia quedó atrapada entre los gases lacrimógenos, los empujones y las corridas.
Desde entonces, la sola idea de volver a la cancha se convirtió en un martirio.
Sin embargo, los violentos siguen ahí, haciendo de las suyas sin que nadie haga algo para detenerlos.
Alguien dijo “denle unos mangos a los muchachos, que después ayudan en la campaña” y, hasta hoy, viven sin hacer nada. Se han convertido en dueños del espacio antaño dedicado al deporte y aumentan sus ingresos con la venta de drogas, protección y algunos “trabajitos” colaterales.
Juan vive preocupado por su trabajo. No es tonto, sabe que la empresa se encuentra en dificultades y que los despidos de los últimos meses son preanuncio de tiempos aún más difíciles. A los cuarenta y cinco años teme quedar definitivamente al costado del camino, por eso acepta callado que parte de su sueldo sea pagado en negro y que su patrón no haga los aportes para su jubilación ni pague la obra social. Al fin y al cabo, lo único importante es tener esos pocos pesos que le sirven para, al menos, comer todos los días. Y aunque ya vayan dos paritarias cuyos resultados jamás vio, se conforma con lo que tiene y reza para no perderlo.
Su primo Roberto siempre fue un vago mantenido por sus padres. Sin embargo, hoy vive en un lindo departamento y maneja un auto nuevo con el que suele recorrer la noche sin escatimar en gastos ni en sustancias a consumir. Conoció a alguien que, a cambio de vaya a saber qué favores, lo hizo entrar en la administración pública, en una tarea que nunca quedó demasiado clara pero que le otorga una estabilidad que lo pone a salvo de cualquier crisis.
Además, todos saben que el empleado público cobra aunque el Estado dé pérdida y que, en todo caso, con un aumento de tasas e impuestos la plata siempre estará.
Por la noche, cuando apoya la cabeza en la almohada con la peregrina idea de poder cerrar los ojos y descansar, Juan tiene una pregunta recurrente que lo acompaña en su desvelo hace mucho tiempo: “¿cuándo seré alguien?”.