A fines de los ’60, Fate convocó a un grupo de científicos expulsados en La Noche de los Bastones Largos para diversificarse. El rol de Manuel Sadosky y José Gelbard en el intento. Presencia del Estado para lograr autonomía. El trasfondo de una represión brutal y el avance neoliberal.
Esta aventura comienza a develarse cuando Bruno Pedro De Alto, licenciado en Organización Industrial, se topó durante un posgrado en Innovación Tecnológica a cargo de Bernardo Kosacoff con un dato sorprendente: alguna vez la Argentina estuvo entre los países más adelantados en tecnología electrónica. En esta historia –una investigación hecha a pulmón durante dos años por este docente de la Universidad Tecnológica Nacional Regional General Pacheco que también integra el staff del INTI– hay suficientes ingredientes como para convertirla en un ícono del país que todavía puede ser. O de cómo científicos de primer nivel internacional expulsados por una dictadura de la universidad pública lograron construir una utopía en una empresa privada con aspiraciones de autonomía tecnológica. Y de paso, desarrollar un producto propio que llegó a competir ventajosamente con multinacionales de fuste. Y de cómo ese proyecto quedó frustrado cuando otra dictadura puso punto final a esa aspiración a sangre y fuego. Afuera y dentro de los límites de la fábrica.
La aventura la muestra De Alto en “Autonomía Tecnológica. La audacia de la División Electrónica de Fate” tiene varios protagonistas: el empresario Manuel Madanes, asociado para la época con quien luego sería ministro de Economía de Perón, José Ber Gelbard; y un equipo de “cerebros” protegidos por el matemático Manuel Sadosky. Entre ellos figuraban el astrónomo Carlos Varsavsky y los ingenieros Humberto Ciancaglini y Roberto Zubieta, junto con una pléyade de especialistas y trabajadores de todas las inclinaciones políticas de la hora que aunaron esfuerzos con la certeza de que desde allí estaban haciendo una revolución.
“En algunos ámbitos se comentaba que la fabricante de neumáticos había hecho calculadoras de mesa, de escritorio y de mano en la década del ’70 y que para ese proyecto había recurrido a científicos que habían emigrado de la UBA en el ’66”, explica De Alto.
–¿Los habían repatriado?
–Más bien los habían incorporado, porque habían perdido su trabajo con el golpe de (Juan Carlos) Onganía. La historia que se contaba era que el proyecto había tenido dificultades para seguir tras el golpe del ’76. Eso era lo que se contaba, lo que se sabía. La historia me impactó, me daba elementos para decir que si queremos hacer tecnología nacional alguien siempre va a aparecer. Kosacoff decía que la Argentina pudo haber sido lo que hoy es Corea del Sur porque tenía todas las condiciones para serlo. Cuando Corea cultivaba arroz, la Argentina hacía cableados electrónicos.
–¿Con tecnología propia? Porque hoy día la tecnología es importada, aunque algunos elementos puedan fabricarse acá.
–En este caso hubo todo un marco conceptual que se propuso hacer tecnología propia. Hay que ubicarse en la época. Puntualmente el proyecto comenzó en 1969 en plena dictadura de Onganía, (Roberto Marcelo) Levingston y (Alejandro Agustín) Lanusse. Fate era una empresa muy particular, con una trayectoria. Porque los Madanes siempre tuvieron dos líneas de trabajo permanentes: un fuerte apego a dominar tecnología para apropiarse y tener dominio de los productos y la otra contar con mecanismos aceitados con el Estado. Porque ambas son variables ineludibles para hacer tecnología propia.
–¿Cómo comenzó Fate?
–Fate se remonta a una familia de inmigrantes. El viejo Leiser Madanes fue un inmigrante judío que importaba y vendía telas engomadas, fundamentalmente para vestir, impermeables. Tuvo cinco hijos. Los dos más grandes –Adolfo, contador, y Manuel, ingeniero– deciden a cierta edad fabricar la tela engomada, porque había que sustituir importaciones a raíz de la guerra. Ellos dos fundan la Fábrica Argentina de Telas Engomadas, que eso es Fate, como empresa aparte. Ahí se asocian con un ingeniero Horn, que era el que sabía hacer las cosas. En forma muy primitiva dan todo un mensaje de que hay que asociarse con las personas que saben. El negocio crece y hacen parches, que era buen negocio porque no ingresaban cubiertas y había que emparcharlas cientos de veces para seguir andando. Cuando deciden hacer los neumáticos Horn se va porque no se siente capaz. Los hermanos siguen adelante y ya como empresa familiar se ponen a fabricar. Pero al principio eran muy malos y encaran otra movida estratégica. Ellos tenían como competencia a Goodyear y Firestone, que tenían plantas en Argentina. En Fate no tenían a quién preguntarle y este es un elemento interesante que se relaciona con el acceso al conocimiento necesario para hacer tecnología y para hacer negocios industriales. Porque los hermanos se asocian con la estadounidense General Tires (GT), que no tenía planta en Argentina.
–¿Le produce las gomas en la Argentina?
–Acá está el detalle: Fate no compra la patente, su política siempre fue aprender. GT accede a este trato, cobra un royalty por cada neumático vendido y los técnicos argentinos aprenden a hacer cubiertas, lo que produce un salto muy grande. Estamos en 1956 y un par de años después viene (Arturo) Frondizi con su política de apertura a la industria automotriz. Ellos entonces se posicionan de manera clave y les va muy bien.
–¿Ellos quedaron bien posicionados con el gobierno? Porque Frondizi era desarrollista.
–Manuel y Frondizi tenían una relación de mucho afecto y aprecio según cuentan los parientes. Como decía, ellos logran dominar la tecnología del neumático y se multiplican por tres. Manuel, que es el ingeniero, quiere diversificarse. Ocurre que también para esa época que Gelbard forma parte de la sociedad.
–¿Cómo fue eso?
–Luego del golpe del ’55, Gelbard había quedado marginado por su participación en la CGE y los Madanes le debían algunos favores de gestiones que les había hecho durante el gobierno de Perón, de modo que le habían dado un lugar físico en la empresa. El caso es que Gelbard va creciendo hasta tener un 19% de la sociedad y es entonces cuando se decide diversificar. El primer intento que hicieron fue la electrónica, que en términos estratégicos era una tecnología totalmente novedosa.
–Novedosa pero ponía al país a la cabeza de lo que se venía.
–Es que los saltos tecnológicos hay que darlos por las nuevas tecnologías, cuando todavía estamos todos en iguales condiciones. Y ahí es donde mi investigación se mete en el núcleo duro de cómo pasó esto. Manuel Madanes había estudiado ingeniería con Manuel Sadosky.
–¿El mismo que trajo la computadora Clementina a la UBA, la primera que hubo en el país?
–También fue el creador del Instituto de Matemática Aplicada y del Instituto de Cálculo de la Universidad de Buenos Aires, entre otras cosas. Imaginate lo que significaba como cabeza preclara. No me lo dijeron pero se deduce que lo orientó a Madanes. Sadosky tenía muy buena relación con el área de electrónica de la Facultad de Ingeniería de la UBA, donde había otro personaje clave que fue Humberto Ciancaglini, que había formado muchos ingenieros. El laboratorio de Ciancaglini era de vanguardia, estudiaban lo que apenas se sabía en otras partes del mundo. Hicieron una computadora, la CEFIBA (Computadora Experimental Facultad de Ingeniería Buenos Aires), que si bien era lenta y con poca capacidad de memoria, hacía exactamente lo que cualquier computadora en otro lado.
–¿Pero cómo llegan a Fate?
–Con el golpe del ’66, Sadosky se propone retener y colocar a su gente. Él se va a Uruguay y lleva a algunos y otros se ubican en la industria privada. Sadosky le recomienda a Madanes incorporar a Carlos Varsasvky, el padre de Martín Varsavsky, el empresario de Internet. Carlos era físico de formación pero era astrónomo y estaba organizando el Instituto de Radioastronomía. Es el que propone meterse en esa área como elemento de diversificación. Lo nombran gerente de Investigación y Desarrollo.
–¿Un científico como gerente industrial? Qué cosa rara.
–Rara y maravillosa, un científico puesto a hacer negocios. Él estudia el convenio con la GT entiende que el proceso de adquisición de conocimiento es previo a cualquier desarrollo y a cualquier negocio. Si no dominás la tecnología no tenés futuro. Entonces convoca a Roberto Zubieta, que era uno de los ingenieros de la UBA que había trabajado en electrónica, y él es el que recomienda hacer técnicas digitales, computación, la electrónica aplicada al cálculo. Empieza el proyecto en el ’69 y en noviembre del ’70 se presentan cinco prototipos de calculadora Cifra de escritorio. Acá viene la parte del rol del Estado, porque había en principio un decreto de la época de Aldo Ferrer como ministro de Economía (1970-1971). Cuando hablé con él no tenía presente esos decretos específicos pero sí recordaba perfectamente la presentación como un hecho destacado.
–Debió ser impactante.
–Ahí me cayó la ficha de lo que debió haber representado esto. La historia de cómo se hizo es también muy jugosa, porque era un armatoste con carcasa de aluminio, ellos decían que era una calculadora con ruedas. Pero funcionaba. Ellos se plantean una producción escalonada, primero calculadoras de escritorio, luego una manual que pensaban que no iba a ser competitiva y luego aparatos de cálculo y finalmente la computadora.
–Todavía no existían las computadoras personales.
–No, eran equipos que venían bajando de tamaño pero una computadora de entonces era como un pequeño armario. Ellos planteaban que había capacidad de mercado para hacer equipos que fueran más sencillos que los que venían importados. Computadoras que hicieran los cálculos que el cliente necesitara y no operaciones que no le servirían.
–¿Había programación detrás de todo esto?
–Es que entonces no habían diferencia entre hardware y software. Era todo lo mismo. Volviendo al rol del Estado, ellos lograron para la Cifra 311 un decreto que otorgaba exenciones para los componentes importados con un compromiso de fabricación y de integración creciente. El plan empezó con un 44% de importado y el plan era llegar al 95% en el año ’82. El problema que tenían era la respuesta de la industria local.
–¿Por qué?
–Esa era una isla de innovación y el sector local no acompañó. ¿Cómo lo resolvieron? Fabricando circuitos integrados y circuitos impresos. Armaron las propias fábricas y los equipos. El proyecto estaba previsto para el año ’78, pero en el ’75 ya tenían un prototipo armado, con algunas dificultades que tendían a ser solucionadas. Sin embargo, había muerto Perón y llega el Rodrigazo. Para colmo, Gelbard cayó en desgracia y comienzan a perseguirlo.
–Ahí la empresa entra en problemas.
–Mucho más problemas tiene el proyecto. Hay ingenieros que están vinculados a la actividad política y la Triple A los va obligando a emigrar. La empresa, por otro lado, ve que hay dificultades serias para mantener este proyecto en la Argentina que se venía y contratan a algunos ingenieros que vienen del sector neoliberal que van forzando al cierre. Uno de ellos al clausurar la parte de Desarrollo Tecnológico les dijo: “Señores, hacer circuitos integrados es lo mismo que hacer papas fritas.” Mucho antes de que lo dijera la dictadura…
Haciendo la revolución
–Todas mis fuentes coinciden en que la tragedia es muy fuerte. Los protagonistas hoy son todas personas de alrededor de 80 años. Todos te dicen que este fue el momento más brillante de sus vidas. Estaban haciendo la revolución en una fábrica. Y es que allí había Montoneros, gente del ERP, tupamaros, comunistas, todos ellos trabajando juntos en un proyecto industrial.
–¿Hay muchos desaparecidos?
–Muchos, serán unos 20. Héctor Abrales es el más conocido, porque tenía una trayectoria importante, venía de las Juventudes Católicas, escribió en algunas revistas de la Tendencia y trabajó en la Universidad, o sea que es un desaparecido de varios grupos.
–Es todo un símbolo de esa Argentina que se estrelló con el golpe del ’76…
–Una Argentina que está latente y necesita mirar esta experiencia. Porque el Estado tiene que ser determinante en estas cuestiones. Es el que decide darle o no preeminencia a lo nacional. Pero también se necesitan empresarios que decidan apostar a lo novedoso. Demostrarse que aquí también se pueden hacer estas cosas.
–¿Cómo terminó el proyecto?
–El proyecto tiene varias muertes, primero el área de I+D. Desde entonces pasa a importar y en el ’80 trae productos de la japonesa NEC. La División Electrónica se terminó de cerrar en el año 1982. La marca ahora la tiene una empresa mexicana.