Disautonomía familiar: una enfermedad silenciosa

La disautonomía familiar es una extraña patología genética y recesiva que se produce por una anomalía en el sistema nervioso. En la Argentina hay siete casos registrados.

Disautonomía familiarLa chica que llora sin lágrimas mira de manera cómplice a su mamá. Tiene once años y rulos rubios rebeldes. Llega del colegio, se acomoda en el sofá blanco de su casa y poco después se duerme. Sin embargo, uno de sus ojos, el derecho, permanece semiabierto. Nunca lo cierra.
Micu, quien hasta los seis años hablaba solo seis palabras por un problema en el sistema nervioso autónomo que aún la afecta, sufre de úlcera de córnea. Al no tener lágrimas, el ojo no se limpia. Eso explica porqué al acostarse por las noches -y aunque no le guste- use antiparras. Pero no es todo: deberá ponerse anteojos de sol, por indicación de los médicos, cada vez que salga a la calle. Hasta le llegaron a recomendar a su familia que use un parche, ya que la mínima exposición puede provocarle una infección, e incluso, ceguera.
Bettina Gluk, su mamá, está pendiente del reloj. Es el primer día de la joven que cuida de su hija y le preocupa que pueda olvidarse de darle algún remedio. Micu nunca está sola. En total, son cuatro enfermeras, dividas en dos turnos, que la asisten durante las 24 horas y un pediatra que la visita una vez por semana.
Además de los problemas oculares, no puede caminar por tiempos prolongados, ni correr ni saltar. Uno de los programas que hace con Bettina es ir al shopping. Como se cansa mucho, tiene que usar una silla de ruedas.
De ojos grandes negros y mirada tierna, Micu tiene también insensibilidad al dolor. Una vez se cayó del sillón, se fracturó el brazo y no se quejó. “Cuando la pinchaban en el sanatorio ni se movía. Todos se sorprendieron”, cuenta Bettina. Lo mismo pasa con la temperatura corporal: puede poner sus pies sobre agua congelada y no sentir nada.
La disautonomía familiar es una extraña enfermedad genética, sistemática y recesiva (lo que significa que ambos padres deben portar el gen) que está presente desde el nacimiento, fue descrita por primera vez en 1949. Las células nerviosas afectadas son aquellas destinadas a controlar ciertas sensaciones responsables, especialmente, del dolor, la percepción del calor y gusto. Pero también las autónomas que controlan las funciones del cuerpo, como por ejemplo: sudoración, deglución y regulación de la presión sanguínea.
“Es terrible. Por un lado, hay que darles libertad y espacio a los chicos, pero por el otro, uno tiene miedo. Vas descubriendo día a día hasta dónde pueden. Uno no sabe cómo criar un hijo que se desarrolla normalmente; menos, a alguien que tiene una enfermedad que, hasta hace poco, no tenía nombre ni apellido”, dice Bettina.
Fue recién en el 2001 cuando se logró detectar que las mutaciones del gen IBKPAP son las causantes de la anomalía en el funcionamiento de las neuronas por la cual la información del cuerpo no llega al cerebro.
Micu es una chica extremadamente sensible. En un minuto puede estar bien y al siguiente todo puede cambiar. El simple hecho de que el cielo se nuble puede provocarle una crisis autónoma: entonces empezará a sudar y a salivar más de lo normal, su presión arterial no parará de subir y, hasta hace unos años cuando se operó, podía estar días enteros vomitando.
“Es una enfermedad en la que estás merced a las emociones”, recalca el neurólogo argentino Horacio Kaufmann, que vive desde su juventud en Estados Unidos, en un español que por momentos se cruza con alguna palabra en inglés. Junto con la doctora Felicia Axelrod, es director del Centro de Disautonomía Familiar de Nueva York y una de las voces más reconocidas en el área.
En una de las paredes del establecimiento hay casi 600 fotos: una de cada paciente, incluyendo la de Micu, quien estuvo allí por última vez hace dos meses. Son, en su mayoría, chicos. Casi sin excepción, todos provienen de familias descendientes de las comunidades judías de Europa del Este, los Ashkenazi, de los cuales uno de cada 27, en promedio, presenta la mutación genética y uno de cada 3600 nace con la enfermedad. “Los primeros asentamientos judíos en Europa Oriental, en el siglo XIII, consistían en solo unas pocas familias que quedaron aisladas genéticamente. La mayoría de sus miembros se casaban entre sí, provocando las mutaciones que aún persisten dentro de la comunidad”, explica Melina Klurfan, consultora genética y creadora de la organización Ierusha , dedicada a la difusión y recopilación de conocimientos, asesoramiento y estudio sobre enfermedades hereditarias que se producen con mayor frecuencia en dicha comunidad.
No existe hasta ahora una cura para la enfermedad, pero sí paliativos. Además del llanto sin lágrimas, de la poca o ninguna respuesta al dolor, del cansancio, la sudoración excesiva, la hipotensión brusca y las crisis, quienes la padecen también presentan problemas de alimentación: no coordinan comer con tragar, lengua depapilada, manchas rojas en la piel, trastornos de la modalidad del aparato digestivo, hipotonía muscular, infecciones respiratorias y retardo en el crecimiento y en el desarrollo.
Si bien Micu habla cada vez más fluido, algunas palabras aún no se le entienden. En su familia bromean y dicen que se expresa en el idioma micuense. No es su única mejoría. “Como cada vez más”, acota orgullosa la chica, que está entrando en su adolescencia. Hoy pesa 30 kilos, el doble que cinco años atrás. En su mochila con rueditas lleva una bomba de alimentación de leche conectada a su cuerpo.
En los últimos años hubo grandes avances científicos, como la detección del cromosoma afectado. “Esto hace posible brindar el ‘test del portador’ y diagnóstico prenatal no solo a las familias con historia previa de esta enfermedad, sino a todas las parejas de judíos de origen ashkenazi”, informa el Centro de Enfermedades judías genéticas de Israel, localizado en Estados Unidos.
Hasta 1990 la expectativa de vida era solo de cinco años; actualmente es de 30, aunque hay varias excepciones. Una de ellas es un argentino.