La prohibición de China de recibir desechos ha generado una avalancha inmanejable de plástico para el sudeste asiático, que ha dicho basta. Filipinas ha amenazado con declarar la guerra a Canadá.
En un capítulo de Los Simpsons, Homero es nombrado jefe de los basureros de Springfield. En el primer mes de trabajo se gasta todo el presupuesto del año. Presa del pánico, se le ocurre la brillante idea de cobrar por almacenar en secreto la basura del resto de los estados. Homero se convierte en el hombre más aclamado del pueblo por su buena gestión, hasta que un día la basura estalla en su cara en un campo de golf.
Algo similar ha ocurrido entre Occidente y Asia. En las últimas décadas, China ha sido el rey de los basureros. En 2016, el país asiático recibió la mitad de los residuos mundiales de plástico, unas 600.000 toneladas por mes. Fue el récord histórico. Pero cuando Xi Jinping tomó el poder en 2012, decidió que China no sería nunca más el vertedero del mundo. Los países del sudeste asiático se convirtieron entonces en los principales importadores de basura. Pero han tardado muy poco en rebelarse contra esta situación y decir basta.
Históricamente, la venta de basura ha sido un ‘win-win’. Occidente se desprendía de sus residuos (incluso cobraba por ellos), China usaba el plástico para generar energía o resina y varias compañías privadas intermediarias ganaban millones. Se calcula que China y Hong Kong importaron desechos de plástico por un valor de 81.000 millones de dólares entre 1988 y 2016.
Sin embargo, la idea tenía fecha de caducidad. Parte del plástico era de mala calidad y de difícil reciclaje, por lo que China prohibió definitivamente importar la mayor parte de estos residuos el 1 de enero de 2018. Las empresas especializadas en el sector se desplazaron a países como Malasia o Tailandia, donde la regulación era más laxa y apenas había controles.
Ha sido una solución poco eficaz. Como se puede observar en el mapa interactivo con datos del último informe de Greenpeace, los países del sudeste asiático han ido rechazando la avalancha de plástico conforme han pasado los meses, cerrando decenas de instalaciones (ilegales y legales) para la quema de residuos y reduciendo el mercado a mínimos históricos. Por ejemplo, Malasia ha pasado de 110.000 toneladas mensuales a menos de 60.000.
La guerra secreta del sudeste asiático
“Ya basta”, dijo la ministra de Medio ambiente de Malasia, Yeo Bee Yin, después de que una investigación realizada en abril desvelara que basura proveniente de países occidentales estaba entrando de forma ilegal en el país: “Malasia no será el vertedero del mundo. Devolveremos la basura a los países”,
“Se comercia la basura con el pretexto del reciclaje, pero los malasios están obligados a sufrir la pésima calidad de aire debido a la quema ilegal de plásticos”, añadió la ministra.
Otros han sido incluso más directos. “Les declararé una guerra. Cargaremos los contenedores en un barco y avisaré a Canadá de que su basura está en camino para que preparen una gran recepción o se la coman si quieren”, dijo el polémico presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, por el conflicto generado por 103 contenedores de basura que una empresa privada trasladó a puertos filipinos en 2014.
“Voy a advertir a Canadá de que mejor saquen esa cosa o yo mismo iré allá y derramaré su desperdicios”, ultimó.
“El primer mundo se siente bien creyendo que su basura se recicla, pero al final los plásticos acaban en países que no pueden gestionar tantos desechos”, dijo Beau Baconguis, un activista de la campaña Global Alliance for Incinerator Alternatives a Reuters. Esta afirmación coincide con los datos disponibles: solo el 9% de los residuos plásticos acaba siendo reciclado, según una investigación del National Geographic en 2017.
Hace unos días, un total de 187 países se pusieron de acuerdo para reformar el Convenio de Basilea y evitar que se puedan trasladar plásticos mezclados -mucho más difíciles de reciclar- sin autorización, pero aún no está claro qué se hará con los residuos que ya no se puedan enviar a tierras lejanas.
El mundo occidental pensó que el problema de la basura se solucionaba separando las botellas de plástico de los vidrios. Pero la verdad, a miles de kilómetros, era otra. Springfield solucionó la crisis declarando el estado de emergencia y trasladando la basura unos kilómetros más allá del pueblo. Quizá sea un buen momento para dejar de imitar a Los Simpsons.