La muerte de la república

La república consagrada por nuestra Constitución –a la que en realidad nunca llegamos a conocer en plenitud- está por estas horas abandonando definitivamente el escenario.

No tiene sentido alguno enfrascarnos en discusiones inagotables acerca de valores y miserias de esa república en retirada. Para hacerlo deberíamos poder esgrimir un compromiso anterior con su vigencia, que es inexistente en la Argentina.

Muy pocos de nosotros (más bien ninguno) ha tenido un compromiso vital con el resguardo de las instituciones, la defensa de los derechos individuales y colectivos y la vigencia natural de las libertades tal cual se consagran en el articulado de nuestra carta magna.

Afectos a llorar frente al riesgo del autoritarismo  -cuando éste encarna en expresiones políticas que no son de nuestro agrado- nos volvemos sugerentemente distraídos cuando quien conculca, ignora o lesiona los derechos ajenos es un gobierno con el que nos sentimos identificados.

No somos entonces demócratas; somos autoritarios, subjetivos e irresponsables a la hora de entender que cualquier violación institucional representa no sólo el abandono de la legalidad sino, lo que es peor, el de la legitimidad democrática que debe sostener a cualquier gobierno.

Son muchos los antecedentes de administraciones que se dedicaron sistemáticamente a lesionar las instituciones y las leyes. Y tantos como ellos son los de una sociedad a la que poco le importó que ello ocurriera mientras los resultados para el bolsillo personal fueran lo suficientemente halagadores para permitir ese gran vicio nacional que es el consumo por arriba de nuestras reales posibilidades.

La Argentina aplaudió la “tablita” de Martínez de Hoz, que nos depositó en aviones, barcos y todo tipo de transporte capaz de llevar nuestra chabacanería patética por el mundo.

Si para ello había que destrozar, desprestigiar y demoler la industria nacional, poco importaba.

Y si los nuevos ricos caminaban sobre nuevos cadáveres, tampoco.

Después, corrido el velo del disparate, la “vindicta pública” tronó tan tonante y chillona, que más pareció un intento de que los gritos tapasen la vergüenza que un verdadero sentido de justicia. La nación miserable escondía tras la responsabilidad de unos pocos la culpa que en realidad les cabía a muchos.

Todas las sociedades se equivocan; pero se supone que todas las sociedades aprenden.

Se me ocurre muy difícil, por ejemplo, que Alemania llegue alguna vez a parir otro Adolfo Hitler. Sin embargo nosotros, como en tantas otras cosas, parecemos ser la excepción. ¿Cuántos años habían transcurrido desde aquella experiencia hasta que Carlos Menem exhumó los espejitos de colores y nos devolvió al falso mundo de los “nuevos ricos”? Apenas una década. Diez míseros años, una guerra estúpida, miles de muertos, una economía destrozada, una deuda externa impagable, millones de argentinos desocupados, una estructura productiva diezmada y tantos otros síntomas de decadencia.

Pero ahí estábamos, hambrientos de todo lo que tuviese que ver con el “primer mundo”. Fatuos y convencidos de nuestro poderío. Absolutamente decididos a demostrar que tanto lujo –sin esfuerzo ni trabajo-nos corresponde por derecho propio debido al privilegio de ser “argentinos”. Y una vez más el estallido, la caída, y la furia con unos pocos.

Hace casi una década que el kirchnerismo nos miente y nos empuja al abismo. Los índices de inflación no son reales, el valor de la divisa no es real, las reservas de la economía se han convertido en papeles sin valor alguno, la creación de empleo es exigua y de pésima calidad, las cajas jubilatorias han sido saqueadas y no tienen forma de responder al futuro, se han expropiado empresas que no se han pagado y que fueron entregadas a amigos que las están vaciando, expoliando, destruyendo.

La justicia se ha convertido en un remedo institucional patético y criminal, el Congreso en un amontonamiento de corrupciones, vanidades e incertidumbres; las leyes que de aquí emanan para que allá administren salen a pedido del los interesados, apuntando a la ocasión (que como nunca “hace al ladrón”) y violando el espíritu y la letra de la ley fundamental.

Se han perdido hasta las formalidades del estado de derecho. Esas formalidades, casi siempre ignoradas, que son sin embargo el escalón de garantía del cumplimiento del mismo. Formalidades que hacen de pared de contención de la legalidad porque se asientan sobre el concepto de legitimidad.

Formalidades que no permiten que seamos sacados de nuestros jueces naturales, que nos dan instancias de apelación, que hacen previsible la manera de ejercer nuestro derecho a elegir y ser elegidos y que, por sobre todas las cosas, nos revisten de calidad democrática.

Pero, una vez más, dejamos durante la mayor parte de estos diez años que ello pasara, embelesados por un falso consumo asentado sobre dineros ajenos. Nos llenamos de “cosas” que comprábamos con el dinero de los jubilados –primero de las AFJP, y luego de la ANSES-, o con las reservas del BCRA, o con la plata de REPSOL, o la de Marsans en Aerolíneas, o la de los poseedores de bonos de deuda argentinos. O tantas otras cosas que poco a poco se fueron acabando.

¿Y ahora? Sin plata, sin crédito y sin cajas, “los dueños de la mentira” van por nuestras libertades individuales y nuestro derecho a saber. La verdad, aunque nos duela, es que nos lo merecemos. Porque a la república posible de 1853, de 1945, de 1973 y de 1983 hasta la fecha la golpearon muchos, pero la asesinamos nosotros con nuestra frivolidad y egoísmo.

 ¿Per saltum…? ¡Per jodum!

La figura del per saltum supone una excepcionalidad del estado del derecho. Como el hábeas corpus, el amparo o el hábeas data, que debe ser utilizada sólo en contadas ocasiones y cuando la institucionalidad esté tan en riesgo como los derechos individuales que protegen las otras citadas.

La ley votada recientemente en el Congreso pone las cosas en un punto peligroso de no retorno: de aquí en más, la discrecionalidad que siempre supone lo excepcional ya no será connubio o equilibrio de poderes sino imposición de uno solo de ellos. Es cierto que la Corte siempre puede negarse a intervenir bajo semejante presión si considera que la cuestión planteada no adquiere la suficiente gravedad, pero no es menos cierto que con la nueva norma, el tribunal constitucional por excelencia pierde la prerrogativa de impulsarla que hasta  ahora era de su exclusiva incumbencia.

Además, el nuevo mecanismo se convierte en un acicate a la ya añeja costumbre de nuestros gobiernos de conformar cortes adictas que, en este caso, se convertirían en una vía rápida a cualquier latrocinio legal al permitir sortear las primeras instancias judiciales que pudiesen no ser siempre afines a sus intereses o significasen una pérdida de tiempo ante el apuro por conseguir alguna cosa.

Como quiera que sea, los cambios introducidos a los apurones y sin pudor republicano alguno son  de por sí ampliamente demostrativos de la endeblez conceptual que los motivaron y alarma suficiente acerca de las intenciones de quienes los llevaron adelante. Y en un país en el que el “piensa mal y acertarás” es la única norma inviolable en el tiempo, eso es muy grave.

La república indefensa

No es cierto que ésta sea una Corte “prestigiosa jurídicamente e independiente conceptualmente”. Todos y cada uno de sus miembros son militantes políticos siempre dispuestos a levantar el teléfono prohibido a los magistrados y que es el que suena con campanas del poder. No son formalmente impresentables como los que componían el tribunal en tiempos de Menem, pero bajo el “formato” de progresismo, suponen un conglomerado de excéntricos arribistas que como tantos “progre” de baja estofa que campean en el país, sólo buscan preservar sus privilegios y esperar tranquilos su jubilación. Así es, aunque no nos guste.