Brutal, cruel, intolerable. Faltan palabras para describir la indignación que produce el secuestro de dos centenares de niñas en Nigeria. A la privación de libertad se une el agravante de que se trata de menores, sin defensa posible ante un grupo de hombres armados que amenazan con venderlas como esposas-esclavas. Su excusa: las chicas se dedicaban a estudiar en lugar de haberse casado. ¿Estamos en el siglo XXI? ¿Cómo es posible que alguien se arrogue el derecho a decidir sobre la vida de otro?
“He secuestrado a vuestras hijas y voy a venderlas en el mercado, porque así me lo pide Dios. Chicas, tenéis que casaros”, ha explicado en un ominoso vídeo Abubakar Shekau, el líder del grupo yihadista nigeriano Boko Haram. (Nota: Boko Haram, como se conoce coloquialmente al grupo Congregación del Pueblo de la Tradición para el Proselitismo y la Yihad, suele traducirse como “la educación occidental es pecado”).
Si no fuera por la gravedad de los hechos, las declariones de Shekau podrían descartarse como “otra tontería que se atribuye a Dios”. Al igual que antes hicieran los talibanes en Afganistán y Pakistán, los militantes de Boko Haram no solo rechazan la escolarización femenina sino que recurren a la violencia para desincentivarla. Aún está fresco el recuerdo del atentado contra Malala Yousafzai, cuya defensa de la educación de las niñas la convirtió en objetivo de los extremistas paquistaníes. La joven, que se recupera en el Reino Unido, ha unido su voz a la campaña que pide la liberación de las muchachas nigerianas.
Resulta tentador hablar de “presión islamista contra el derecho a la educación de la mujer”, dado que ambos grupos recurren a las mismas tácticas para defender su interpretación del islam. Tentador, pero peligroso. Más aún cuando pocos críticos se esfuerzan por diferenciar musulmanes de islamistas y yihadistas.
Hay 1.500 millones de musulmanes en el mundo, concentrados en una franja que se extiende desde Indonesia hasta Marruecos, además de minorías significativas en varios países europeos, Estados Unidos y Australia. Resulta difícil calcular cuántos de ellos apoyan el islam político, pero los extremistas que respaldan la violencia (yihadistas) son claramente minoritarios a pesar del ruido mediático de sus (intolerables) acciones.
Por cada atentado contra la escolarización de niñas pueden encontrarse sin esfuerzo numerosos ejemplos que ponen en entredicho que tal sea la actitud generalizada de los musulmanes. Desde las campañas de alfabetización femenina promovidas por Irán tras la Revolución Islámica, hasta el entusiasmo con que numerosas comunidades tanto en Afganistán como en Pakistán reciben la apertura de escuelas de niñas, pasando por la normalidad de la educación de las mujeres en Turquía, Indonesia o Malasia.
Los islamistas suníes por excelencia, los Hermanos Musulmanes, nunca se han manifestado en contra de que las mujeres estudien. Con todas las limitaciones de vestimenta y separación de sexos que se quiera, las chicas son mayoría en las universidades de Irán, Arabia Saudí, Qatar o Emiratos Árabes Unidos.
La educación de la mujer (y de la generalidad de la población fuera de las élites) es un fenómeno relativamente moderno en todo el mundo. En las sociedades tradicionales, se primaba la educación del varón sobre quien recaía la responsabilidad de sustentar a la familia. En aquellos países donde aún imperan sistemas patriarcales, y tal es el caso en los de mayorías musulmanas, pueden existir límites al nivel de estudios que se considera aceptable para las chicas, o el tipo de carreras que se perciben como femeninas; pero no oposición a su educación en general.
El recurso a la violencia para impedir la escolarización de las niñas ha surgido con el auge del extremismo islámico. Para los grupos yihadistas que luchan contra el Estado constituye uno de los objetivos menos arriesgados. Tachar la educación de “occidental” es una mera excusa. Sin formación, la gente resulta más fácil de manipular. De ahí el desafío que suponen Malala y las niñas nigerianas.
La escuela aumenta la autonomía de las mujeres (las más educadas también tienden a casarse más tarde, tener menos hijos y a adquirir independencia económica). Eventualmente, eso las lleva a querer tomar las riendas de sus vidas y entonces ponen contra las cuerdas el sistema patriarcal, que los yihadistas justifican en la sharía o ley islámica, dando así argumentos a quienes consideran misógino el islam. The Guardian ha publicado un interesante reportaje donde jóvenes musulmanas de todo el mundo y edades similares a las secuestradas condenan esa acción y defienden su derecho a estudiar; ahora sería oportuno que autoridades religiosas tanto suníes como chiíes denunciaran el rapto.
Además del desafío de los yihadistas, Nigeria y Pakistán comparten otros elementos que sin duda ayudan a crear el caldo de cultivo donde florecen esas ideas retrógradas. Ambos, que tienen el dudoso honor de encabezar la lista de países con más niños fuera de las aulas, se acercan peligrosamente a los 200 millones de habitantes, están dirigidos por gobernantes corruptos y se caracterizan por una enorme desigualdad social. Uno de cada cinco niños que no van a la escuela en el mundo es nigeriano; otro paquistaní; cerca del 60% de ellos son niñas.
Hacer frente a la pobreza y la ignorancia resulta más eficaz para combatir el radicalismo que demonizar a millones de personas por los actos criminales de unos pocos. Nada puede justificar el secuestro de las niñas nigerianas. Pero hay que evitar que el horror de esa acción conduzca a una espiral de odio entre comunidades, más aún en un país como Nigeria donde las susceptibilidades confesionales están a flor de piel.