Tres mujeres de Virginia Occidental luchan por revertir los efectos de una crisis de salud abierta por las empresas farmacéuticas que ha matado a cientos de miles de personas.
“Hemos perdido a toda una generación”, afirma Peter Callahan sin dudarlo. Miles han muerto por sobredosis, pero más han quedado marcados de por vida por una adicción de la que fueron víctimas, aunque muchos en sus comunidades los miren como a culpables. La noticia que celebra Callahan es que este año las muertes en el estado de Virginia Occidental han caído por debajo de los cuatro dígitos. En 2017 fueron más de mil los fallecidos y para este año las cifras van camino de parecerse a las de 2016, cuando fueron 884 los decesos.
Virginia Occidental lidera el ranking nacional de muertes por sobredosis y el condado de Berkeley, donde se encuentra la pequeña ciudad de Martinsburg, sede de Paloma, la clínica de desintoxicación que está a punto de abrir Callahan, el de mortalidad en el estado. Así fue al menos en 2017, porque ahora se congratulan de ir camino de la tercera plaza. Pequeñas victorias frente a un drama de proporciones épicas que llevó en octubre del año pasado al presidente Donald Trump a declarar una emergencia de salud pública.
Trump clamó entonces por la construcción del muro con México para frenar la entrada de drogas en el país, pero el problema no se gestó al sur ni mediante ilegalidades, sino que se fraguó en el interior del propio país y con receta. Las empresas farmacéuticas inundaron el país con opioides. Solo en Virginia Occidental, entre 2007 y 2012 recibieron 780 millones de pastillas de hidrocodona y oxicodona. Suficientes para atiborrar con 433 unidades a cada habitante de este pequeño estado del este. Y había que darles salida.
“A principios de los años 90, en Estados Unidos convertimos el dolor en un signo vital”, apunta el psicoterapeuta Peter Callahan. “Y no existe una medida para el dolor. La gente vio que si le decía al médico que su dolor era un 7, se iba con un paracetamol. Pero si le decía 8 o 9, salía con oxicodona. Y existía mucha presión de las farmacéuticas para convencer a los pacientes de que su dolor era un 8”.
Es lo que le pasó al hijo de Tina Stride, que hace apenas dos meses estuvo a punto de morir de una sobredosis. “Tenía una elongación en el nervio del codo. Su mano se le quedó paralizada. Él es mecánico. Fue al médico y le trató con hidrocodona y oxicodona. Una vez le envió a casa con un parche de morfina y casi sufrió una sobredosis. Tuvimos que quitárselo”, relata Tina. De tratarse una lesión a la adicción de un drogadicto.
Drogas legales, drogas adulteradas
El caso de su hijo es solo un ejemplo de cómo cientos de miles de personas perfectamente sanas pasaron de la noche a la mañana a depender de unos fármacos potentes y altamente adictivos. Alarmados y señalados por el monstruo que ellos mismos habían alimentado, los médicos empezaron a prescribir con criterios más estrictos y sus pacientes a salir a la calle para calmar el mono. “Los médicos tuvieron miedo de perder sus licencias y dejaron de ofrecer la medicación. Un montón de gente se fue a la calle a buscar drogas, y la heroína es más barata”, señala Peter Callahan. “La química de estos opioides es tan poderosa que la gente prefiere vivir en la calle a no tomar la medicación”.
El hijo de Tina fue de los que se dirigió al mercado negro. “Y es caro”, apunta su madre. “60 dólares por una pastilla. Pero su camello le dijo que tenía algo más barato y que le daría un mejor viaje. Lo introdujo en la heroína. Pueden gastar 10 o 20 dólares y les dura para todo el día”. Desde ese momento, su hijo, de 28 años, casado y padre de un niño, se convirtió en un adicto. Hace dos meses, al entrar en casa, Tina se lo encontró inconsciente. La heroína, cortada con fentanilo, casi acaba con él.
El fentanilo es un opiáceo sintético mucho más potente que la heroína. Cincuenta veces más. “Se necesita mucho menos fentanilo para matarte que heroína. Para incrementar las ventas y hacerla más poderosa, ponen un poco de fentanilo. No saben lo que están haciendo”, explica Callahan. Hace poco más de un año, esta combinación fue letal para Christina. Tenía 32 años y dos hijos, de los que ahora se ocupa su familia.
La foto de Christina, luminosa, sonriente y abrazada a uno de sus hijos, ocupa un lugar discreto en casa de su madre, Lisa Melcher, de 54 años. Mujer de voz rasgada y sonrisa rota, nos recibe en su acogedora y humilde vivienda de dos plantas en Martinsburg, que lucha por no perder mientras mantiene a su nieto de 13 años. Busca un trabajo que pueda compaginar con su crianza, pero de momento solo encuentra un puesto de camarera por la noche para pagar poco más que la gasolina con las propinas que recauda. Si no encuentra algo mejor, podría perder la casa.
Tina Stride, de 48 años, y Tara Mayson, de 47, son sus almas gemelas. Las tres empezaron en 2015 un proyecto “sin ánimo de lucro dirigido por tres madres” que les da vida entre tanto dolor y desesperanza. Iniciaron ‘The Hope Dealer Project’ (El Proyecto de las Traficantes de Esperanza), un juego de palabras con ‘drug dealer’ (traficante de drogas) que aplican también al proceso de desintoxicación de los pacientes. Para quitarles el estigma, a los adictos en rehabilitación los llaman “guerreros en recuperación”. Y es que la adicción es todo un estigma que les lleva a perder familia, amistades y trabajo.
“Necesitan saber que hay alguien ahí”
El estigma es real y parte de la sociedad los prefiere muertos. No entienden por qué se invierten esfuerzos y se gasta dinero en naloxona, el antídoto que se inyecta en aquellos casos de sobredosis a los que se llega a tiempo. Es esa parte de la sociedad de Virginia Occidental que ve el problema como algo ajeno y efecto de un vicio voluntario, cuando la realidad es que la mitad de la población del estado conoce a un adicto a los opioides, según una encuesta reciente.
Tina, Tara y Lisa son las heroínas de este drama de drogas y muerte. Tan solo en 2017 atendieron a 600 personas. Este año ya no tienen tiempo de llevar la cuenta. Su trabajo consiste en asesorar a los enfermos y a sus familias y ofrecerles todo lo que el dinero de sus donaciones les permite…y más. Solo el día antes de nuestra conversación, Tina condujo dieciocho horas para llevar a dos pacientes a una clínica de desintoxicación. Eso no impide que, venciendo a un cansancio épico, hable sin parar con pasión, emoción y un punto de angustia sobre un proyecto que vive al borde del cierre por la escasez de donaciones.
El suyo es un esfuerzo titánico que recompensa el apoyo que se prestan entre sí y la emoción que despiertan en aquellos a los que han conseguido ayudar en estos tres años en los que ellas han visto morir o quedarse cerca de la muerte a sus propios hijos. Sus “guerreros” lloran cuando consiguen lo que han perdido más allá de su salud: sentirse queridos de nuevo. “Es todo lo que necesitan, saber que hay alguien ahí que les va a ayudar”, dice Tina.
Solo entre 2000 y 2015, más de medio millón de personas murieron en Estados Unidos a causa de la adicción a las drogas. La mayoría por la adicción a los opioides. Las ‘Hope Dealers’ saben que queda mucho por hacer y quieren seguir administrando y administrándose esperanza hasta que esta tragedia acabe. Lo hacen ajenas a la indiferencia institucional.
De momento, llegan refuerzos. Peter Callahan vuela al rescate con su clínica Paloma y las 16 camas disponibles para atender a “guerreros” en sus primeros días de desintoxicación. Una vez dentro, los internos podrán leer en una de las paredes que “los sueños que buscas están en línea recta en todas direcciones”. Es la letra de la canción “Paloma” del grupo musical Carbon Leaf de Virginia Occidental. Esperanza para esos primeros días dentro, “en los que estarán en una especie de niebla” hasta superar el mono. El primer paso de un camino en el que es más sencillo recaer que recuperarse.