Los jóvenes saharauis que renuncian a la paz y van al frente: “No nos ha quedado otra opción”

La reactivación de la guerra con Marruecos, un conflicto de baja intensidad, ha cambiado el día a día de los saharauis. Muchos decidieron dejar sus trabajos y sus vidas para ir al frente.

Son las diez de la mañana y, como cada día, el olor del té inunda la casa de Naha, una joven saharaui cuya rutina no varía mucho. Las horas en los campamentos de refugiados saharauis pasan lentas, como si fueran simples números puestos en un reloj que, en ocasiones, parece que está paralizado.

Sin embargo, desde el 13 de noviembre de 2020, algo ha cambiado, y las agujas de ese reloj parece que han vuelto a moverse. La reactivación de la guerra con Marruecos ha alterado el día a día de los saharauis, sobre todo de los más jóvenes y de los campamentos de refugiados, donde llevan casi medio siglo desplazados esperando la celebración de un referéndum de autodeterminación, reconocido por Naciones Unidas, pero que nunca llega. “Recuerdo que cuando recibí la noticia de la vuelta a las armas fue terrible pensar en toda mi familia que está allí y en mi padre como militar. Aquí, en la diáspora, lo único que podíamos hacer era movilizarnos y dar a conocer la situación”, cuenta Safia, una joven saharaui que vive en España.

Aquel noviembre, muchos jóvenes, principalmente hombres, decidieron dejar sus trabajos y sus vidas para marchar al frente e intentar ayudar a su pueblo. “Están cansados, no quieren ver cómo las próximas generaciones siguen naciendo y muriendo aquí sin ninguna perspectiva de futuro, en una situación que iba a ser temporal, y viendo cómo las palabras de los políticos están vacías. Están dispuestos a coger las armas y nadie les va a parar”, contaba Hassan hace ya seis años en un paseo por este trozo de desierto cedido por Argelia. En el mismo sitio donde ahora, con un vaso de té, explica que trabaja en una de las escuelas militares. Allí suelen pasar un mes o mes y medio en primera línea, pero luego se vuelven a sus casas, donde están alrededor de dos meses, de forma que su ausencia no se nota en exceso ni en los campamentos ni en sus respectivas familias.

Entre casas de adobe, jaimas y coches destartalados, paseando por sus calles, se observa el vaivén de la gente en el mercado, los niños jugando sobre las dunas o las mujeres reunidas en el salón, y parece que la vida aquí no se ha visto alterada por la guerra casi cuatro años después de que empezara de nuevo. Y no solo por el tiempo que pasan en el frente, sino porque a pesar de la voluntad y la preparación, todos coinciden en que es un conflicto de baja intensidad, con “ataques esporádicos” en el Sáhara Occidental. “No se puede competir con los drones y el nivel armamentístico marroquí, de alta tecnología, que tienen gracias a importantes aliados como Estados Unidos o Israel. Pero esto es solo una fase, será una guerra larga”, afirma con convicción Brahim, un joven que trabaja como comunicador.

Más allá de esta desigualdad en las armas, Sumaija tiene muy claro lo que les diferencia del reino alauita: “No tenemos tanta tecnología, pero lo que sí tenemos es el valor, la voluntad, el coraje y la entrega total por una causa justa”. Tanto ella como Brahim coinciden en algo: no van a parar hasta conseguir la independencia y volver a su tierra, dure lo que dure la lucha.

Así, a medida que pasan los días y se suceden las conversaciones, esa primera impresión de aparente normalidad al llegar a los campamentos se va disipando, y en el ambiente se nota cierta pesadumbre y cansancio, porque algo ha cambiado en este desierto pedregoso. “La gente está en constante tensión. Casi todas las semanas muere alguien conocido, hay algún ataque de drones o explota una mina antipersona”, relata Safia. Y es que en la zona más cercana al muro, de más de 2.720 km y construido por Marruecos entre 1980 y 1987, hay alrededor de siete millones de minas antipersona.

“He perdido la cuenta de cuántas he desactivado, y eso que ahora es más difícil ir a esa zona por la guerra, porque es más peligroso”, cuenta una de las mujeres que integran SMAWT, un grupo de voluntarias que se formó en 2019 con el objetivo de desactivar estas minas, así como concienciar sobre su peligro, enseñar qué hacer en caso de encontrarse una y ayudar a las víctimas y sus familias.

Pero no todos apoyan la vuelta a las armas, como es el caso de NOVA, una organización juvenil para la promoción de la “no violencia”. En la entidad admiten que desde el 2020 hay menos miembros. “Ahora han cambiado las ideas, porque a pesar de ser un pueblo pacífico, se han dado cuenta de que a través de la paz no se ha conseguido nada en 50 años, así que ven las armas como la única opción”, dice Suad, una de sus integrantes. Aun así, siguen intentando concienciar de que la solución pacífica es la mejor opción.

“La guerra se ha vuelto necesaria para conseguir nuestro objetivo, y eso que los saharauis somos un pueblo defensor de la paz, pero la ONU no ha sido honesta y mostró mucha parcialidad hacia Marruecos, así que no nos ha quedado otra que volver a coger las armas”, apunta Hassan, que critica la inacción de Naciones Unidas. A pesar de que el Sáhara Occidental es un territorio pendiente de descolonización y que las resoluciones establecen que debe realizarse un referéndum de autodeterminación, la situación, en ese sentido, no ha cambiado. Mientras, cientos de miles de personas siguen viviendo en condiciones pésimas.

Más allá de la guerra: la crisis humanitaria y el silencio

Los saharauis se enfrentan a otro problema que no hace más que crecer: las dificultades para satisfacer las necesidades básicas. La reactivación de la guerra, la crisis del covid-19 y las invasiones de Ucrania y Gaza, han provocado que la ayuda humanitaria llegue a cuentagotas. “Antes llegaban cuatro caravanas de ayuda al año, ahora llega una y con mucha menos carga. Y el pueblo saharaui sigue dependiendo de ello para sobrevivir”, cuenta Víctor, un cooperante español, que lleva casi un año realizando proyectos allí.

Sin quererlo, ha abierto un delicado debate que se ha acrecentado desde el 2020: la fina línea que separa la causa política de la humanitaria. “Da igual cuánto arroz mandemos, que el problema va a seguir estando ahí”, critica Mimi, una joven saharaui. Sin embargo, si esta situación no mejora dentro de poco, Víctor alerta de que la situación puede volverse crítica.

Pero no solo eso, sino que a medida que pasan los años, son conscientes de que tienen que hacer frente a un muro de silencio cada vez más alto. “La gente se ha olvidado de nosotros, la comunidad internacional hace caso omiso a nuestras necesidades y no se respeta el derecho internacional. Necesitamos que nos escuchen”, sostiene Brahim.

Entre la guerra, la posición de la ONU y la de España, Mimi confiesa de forma contundente: “Ya no confiamos en nadie, son muchos años de falsas promesas y estamos cansados”. Sus ojos, con un brillo de rabia y de fuerza, reflejan la lucha de todo un pueblo que se ha cansado de esperar, y que ha sido empujado a volver a la casilla de salida para conseguir la independencia.