Sofía Peralta es una estudiante de periodismo que contó esta mañana en la 99.9 la experiencia que le tocó atravesar con una mujer golpeada por su marido que se desplomó en plena calle. “Llamamos al 107, al 108, volvimos a llamar a la policía, me cansé de llamar a la Comisaría de la Mujer y no encontramos ninguna solución”, agregó.
La realidad nunca es tan dura hasta el momento en el cuál nos golpea de frente y nos deja pensando en lo injusta que es la sociedad. En algunos casos, nos da el impulso para actuar, en otros nos quedamos viendo como si nada pudiera cambiarse por nuestra intervención.
Las dos caras de la moneda las pudo vivir carne propia Sofía Peralta, una estudiante de periodismo que esta mañana contó su experiencia en la 99.9: “ayer a la mañana estaba ingresando a la facultad de periodismo donde estudio y había una señora sentada en la vereda a una casa de la facultad. Eran las 8 de la mañana y había un móvil policial, cuando presto atención escucho que le dicen que cuando quiera puede volver a entrar. En eso salió un tipo y pregunte qué pasaba. Al parecer el hombre le pegaba y los policías se fueron igual”.
Ya la situación se asemejaba mucho a la que miles de veces se ven por televisión y se lee en los diarios, pero ahora lo tenía delante de sus ojos y le resultó mucho más potente el impulso de asistir que el de mirar. “La mujer se levantó, salió caminando hacia la calle y cayó desplomada en el medio del asfalto. El instinto humano nos llevó a tratar de sacarla de ahí porque venía el colectivo y como 10 autos. Cuando pudimos sentarla, nos dimos cuenta que estaba borracha y nos contaba que tomaba porque era la única manera de aguantarlo. Nos contó que recién llegaba del hospital por los golpes que le había dado”, indicó todavía atónita por lo vivido.
En ese momento decidió intervenir, pero después decidió también quedarse y buscar una solución para esa persona. No todos reaccionaron igual y el caso puntual fue el de su profesor, el mismo que estaba a punto de “enseñarle” en la materia “análisis de la actualidad”…vaya paradoja: “el profesor que nos tenía que dar la clase, nos ayudó a levantarla pero después nos dijo “nos vamos, porque hace 10 años que vivo esto”. Nosotras no nos fuimos, nos quedamos. Llamamos al 107, al 108, volvimos a llamar a la policía, me cansé de llamar a la Comisaría de la Mujer y no encontramos ninguna solución para esta mujer golpeada que lo describió de la mejor manera, vive un calvario”, insistió ante la respuesta del profesor, Jorge Kostinger.
No pudo hacer nada, porque nadie quiere hacer nada por estas personas, sino hubiera encontrado una respuesta pronta para el problema. Eso la llenó de impotencia. “Me sentí como un niño que ante una injusticia no puede hacer nada. No conseguimos ayuda de ningún tipo. Es algo que no te podés olvidar, me quedó todo el día pasmada, me golpeó mucho no encontrar una solución”, finalizó.
LO QUE ESCRIBIO KOSTINGER
Tres alumnas sensibles que esperan para mi clase saltan hacia el medio de la calle adonde cae el cuerpito de la mujer, adonde se deja caer el cuerpo de la mujercita, como una campera, desarticulada. Llego a ver cuando se va el patrullero, cae la mina como en el final de una historieta.
Apuro el paso hacia la piltrafa en el asfalto, estiro los brazos para que se corran el bondi y los autos que vuelan 8:15 de la mañana y avanzan detrás de mí.
La levanto y la siento en la vereda. Las chicas me dan el parte. Otra vez se peleó con su hombre, el que en un minuto sale a los gritos a exigirle que se meta adentro y a darme explicaciones; la pequeña mujer desdentada grita que no, que no vuelve, aunque yo se que vuelve una y otra vez. Las alumnas detectan la violencia doméstica. No quiere porque la faja.
Hace más de una década que escuchamos sus peleas a los gritos, y más de una vez se pararon en las escaleras de la escuela. Pocas parejas habrá con intereses tan comunes; el de ellos es chupar.
En la pocilga vivió por un tiempo un tercero. El hombre de la pareja y el tercero compartían una silla de ruedas. Eran paralíticos un día cada uno, y el otro lo empujaba hasta Luro, adonde vendían chupetines.
“No la podemos dejar así”, dicen las chicas. Y les pregunto si realmente creen que nuestra intervención cambiará mucho las cosas. Vamos adentro, les digo. Pero ellas que no, que quieren intentar algo.
Después cuando aparecen, cuentan que llamaron al 108, que no les pudieron dar respuesta.
En verdad el problema es que el cuadro no encuadra en las situaciones que contempla el estado.
Pero todavía tengo en la retina a la mujercita, tumbada frente a su casa cuando me fui al mediodía, queriendo armarme un pensamiento con algo que se parezca a dormir la mona:
Ja, está durmiendo la mona, la señora borrachina.
Ahí está.
A los diez años bajé a un pozo de 6 metros para rescatar un gato callejero. ¿Cuando uno es grande salva menos?, ¿me rendí?
Algo no funciona en esta seguridad de que si se tratara de un animal, habría una respuesta. A esta hora un alma caritativa le habría dado un hogar y mañana subiría la foto del bichito renacido.
Ojo, no digo que esté mal, no lo censuro, pero qué raro que no tengamos un mecanismo de emergencia para las malas vidas humanas.
Lo mejor que podría hacer por ella el hombre que le grita desde enfrente, es conseguir un chumbo y apuntarla directamente; ahí si podría ser que funcionen los mecanismos. De momento, para este tipo de seguridad, no nos sirve de mucho tener más patrulleros, no le sirve de nada a la marioneta sin hilos.
Por suerte, el libre albedrío de los vecinos de matarse con vino, nos libera de la pesadumbre. y nos permite dar clase con un cadáver a medio morir en la vereda.
Que me perdone y me vaya eliminando el que me considere un bajón.
A mí no me bajonea la realidad, sino la indolencia, que por suerte no se les ha pegado -todavía- a mis tres frustradas heroínas.