Cartas de un judío a la Nada
Aquilea, 341 La tierra, arrasada, estaba cubierta de cenizas. Un erial negro, llano y polvoriento se extendía hacia el horizonte lejano. Aquí y allí asomaba, en un espantoso contraste con la oscuridad tétrica del suelo, el blanco horroroso de los huesos que nadie había enterrado. Las murallas habían sido demolidas hasta los cimientos y todos los edificios reducidos a ruinas. Un mes después de la destrucción de la ciudad, el sitio seguía pareciendo un infierno.