Es extraño que el segundo productor de cocaína del mundo no muestre su vida pública más afectada por el narcotráfico
Algo no cuadra en Perú. En un país que es el segundo mayor productor de cocaína del mundo, después de Colombia –y en ocasiones ha sido el primero–, el narcotráfico y su dinero debiera haber penetrado más la política y las estructuras del Estado. Públicamente no parece que sea así, pero la red de corrupción destapada a raíz del caso Odebrecht muestra que existen unas cloacas que pueden no tardar en salir a la luz.
Por un lado, llama la atención la estabilidad institucional de Perú a pesar de los escándalos que en cuestión de dos años han afectado a casi todos sus expresidentes vivos: Alan García, Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski, algunos de ellos en prisión o con la prohibición de salir del país.
Es cierto que, en el ámbito económico, desde la liberalización de Alberto Fujimori, ha habido un consenso de políticas macroeconómicas mantenido a lo largo del tiempo a pesar de los cambios de gobierno, algo muy inusual en Latinoamérica, fuera del caso de Chile. Eso ha ocurrido en el marco de un pacto social de gobernabilidad que ha hecho que el país resista sacudidas que en otras naciones vecinas habrían llevado a un probable colapso.
Así, en otro país, una figura como la de Keiko Fujimori quizás no habría aceptado una derrota electoral por la mínima como ocurrió en Perú en las últimas elecciones (por segunda vez se quedaba a las puertas del poder, contando con una amplia mayoría parlamentaria), o no se habría producido el repentino ascenso a la presidencia de alguien sin proyección popular, como Martín Alberto Vizcarra, quien reemplazó de la noche a la mañana al dimitido Kuczynski.
Odebrecht destapa
Pero eso, ¿nos habla de salud institucional o de un régimen que se sustenta en la complicidad? La trama de magistrados, jueces y fiscales destapada en los últimos meses, denominada Cuellos Blancos del Puerto, la cual se ha llevado por delante al juez supremo César Hinostroza y al fiscal general de la nación, Pedro Chávarry, sugiere que si hubo dinero de Odebrecht, la multinacional brasileña de ingeniería y construcción, para comprar a políticos y jueces, ¿por qué no va a haberlo también de la droga?
En la última campaña electoral hubo informaciones que vincularon a algún cuadro de Keiko Fujimori con el lavado de dinero procedente del narcotráfico. Lo normal sería que ese otro problema no tarde en aflorar definitivamente, como en su día ocurrió en Colombia y luego en México, país vital para el acceso de la droga a Estados Unidos.
El crecimiento del consumo de cocaína en Brasil y Argentina amenaza con presionar al alza la producción de coca y el movimiento de capital ilícito en Perú, algo sobre lo que han alertado las propias autoridades antinarcóticos peruanas. Mientras Colombia suministra el 93% de la cocaína que llega a Estados Unidos, Perú y Bolivia, los otros dos grandes productores mundiales, suministran especialmente a Europa y a sus grandes vecinos.
Cerca de 500 toneladas anuales
Los últimos datos indican que Perú tuvo en 2016 un potencial de exportación de cocaína de calidad de 470 toneladas, frente a las 910 de Colombia, donde la producción se ha disparado desde 2015, y a las 320 de Bolivia, según estimaciones de la DEA, la agencia antidroga de Estados Unidos. Entre 2010 y 2014, Perú fue el mayor productor, por la estricta aplicación de un régimen de fumigaciones de cultivos en Colombia, luego suspendido. El cultivo de hoja de coca alcanza en Perú las 44.000 hectáreas, de acuerdo con la agencia especializada de la ONU.
El Gobierno peruano tiene un papel activo en la erradicación de cultivos, pero su presencia es reducida en el llamado VRAEM (la zona de los valles de los ríos Apurimac, Ene y Mantaro), donde no ha podido aún desarrollar operaciones de erradicación. Allí actúa un reducto del viejo Sendero Luminoso. De ese área procede el 75% de la cocaína producida en el país.
En cuanto al lavado de dinero, el informe anual del Departamento de Estado norteamericano dice en relación a Perú: «La corrupción generalizada dificulta las investigaciones y los procesos judiciales de crímenes de blanqueo de capital relacionado con la droga. La corrupción judicial detiene el progreso en casos y amenaza el régimen. Figuras políticas y legisladores han sido implicados en lavado de dinero, creando un impedimento para el progreso de reformas. Corrupción en el seno de la fuerza policial también limita las investigaciones».