Reino Unido, un país dejado de la mano de Dios

Londres, en su obsesión por el Brexit, se ha olvidado de sus otros problemas.

Durante los últimos tres años el Reino Unido se ha alimentado políticamente con un menú único de Brexit, Brexit y más Brexit. A lo cual hay que sumar una década de austeridad, el equivalente de una abstinencia absoluta de alcohol.

El país está aburrido de semejante dieta y quiere meterle proteínas, hidratos de carbono y alguna que otra cervecita, en forma de planes para la mejora de la educación y la sanidad, el cuidado social de los ancianos y enfermos, la lucha contra la delincuencia (ordinaria y cibernética) y el deterioro del medio ambiente, el desarrollo de infraestructuras de transporte, la actualización del ejército a los desafíos contemporáneos y la reforma del régimen fiscal.

Boris Johnson hereda un país en estado catatónico, de lucha permanente entre los leavers y remainers (grupos identitarios que han reemplazado a la antigua derecha e izquierda), que necesita una urgente puesta a punto, con una economía que ya sufre el impacto de la salida de empresas y el descenso de la inversión por la incertidumbre del Brexit, pero se mantiene a flote gracias a que las exportaciones se han vuelto baratas con el descenso de la libra esterlina, manteniendo a raya la tendencia inflacionista y haciendo posibles unos tipos de interés muy bajos.

Las contrapartidas son sin embargo muy importantes, ya que la deuda personal ha aumentado enormemente, y los precios de los pisos se han vuelto exorbitantes, fuera del alcance de la mayoría de la gente (sobre todo en Londres y para los menores de treinta años) como consecuencia de la especulación de quienes los compran como inversión y los mantienen vacíos. La falta de vivienda asequible es uno de los principales problemas.

Como tantos otros países, Gran Bretaña se encuentra con una campana demográfica en la que la gente vive cada vez más y necesita atención médica cada vez más sofisticada y más costosa, pero hay menos ciudadanos en edad de trabajar y pagar sus pensiones y su Seguridad Social, con la solución obvia pero impopular de subir los impuestos sobre la renta para financiar esa asistencia, o aplicar algún tipo de tasa (el gobierno de Theresa May llegó a proponer que el Estado se quedara con las viviendas de quienes no pudieran pagar sus cuidados, una iniciativa que se volvió en su contra y contribuyó a que perdiera la mayoría absoluta en el 2017). Boris Johnson quiere aplicar un sistema de inmigración por puntos como el australiano, dependiendo de la edad, dominio del inglés y capacidades de los interesados, y una amnistía al medio millón de ilegales.

Johnson, sin necesidad de abrir ninguna carpeta ni devanarse mucho los sesos, se encuentra con un problema de deuda, de déficit público, de creciente desigualdad entre ricos y pobres y entre el norte y el sur, de desintegración de la Unión (la mitad de los escoceses se quieren ir y la reunificación de Irlanda parece más posible que nunca), de vivienda, de medio ambiente, de sanidad, de educación, de policía, de defensa, de política exterior (como demuestra la crisis con Irán), de subvenciones a la agricultura, la ganadería y la pesca (para compensar las de la UE, que van a desaparecer) y de asistencia a los mayores. Pero no está ni mucho menos claro que vaya a disponer del tiempo y el dinero para afrontarlos. El sábado, en su primer viaje fuera de Londres, prometió cuatro mil millones de euros para regenerar las cien ciudades más decadentes del país y conectar con una nueva línea rápida de ferrocarril los centros industriales de Manchester y Leeds. El objetivo es evidente, engatusar a los votantes laboristas pro Brexit de las regiones deprimidas de cara a las elecciones generales anticipadas que están a la vuelta de la esquina

Es inevitable que el Brexit vaya a dominar su agenda en los 97 días que quedan hasta la fecha prevista para la salida de Europa, el 31 de Octubre. Y también que lo siga haciendo después, ya haya una retirada ordenada o brusca, porque la fiesta no ha hecho más que empezar y las negociaciones sobre un acuerdo comercial con la UE pueden llevar bastantes años. Aún así, el país no puede permanecer mucho más tiempo en estado de suspensión, sin poder empezar una legislatura y sin poder aprobar unos presupuestos o cualquier legislación de calado, ­dada la precaria mayoría de dos escaños que Johnson ha heredado de Theresa May (la semana que viene quedará seguramente reducida a uno sólo, con la celebración de una elección parcial en Gales que los ­liberales demócratas confían en ­ganar).

Todos los caminos parecen llevar hacia una cita adelantada con las urnas, ya sea poco antes del 31 de octubre si el Parlamento se moviliza con éxito para frustrar un Brexit duro o, más probablemente, en los meses siguientes a la salida del Reino Unido de Europa, ya sea por iniciativa del propio Gobierno, o como consecuencia de una moción de censura laborista.

La composición de un Gabinete integrado por ultras del Brexit y los ingenieros de la campaña leave en el referéndum, encabezados por su estratega e ideólogo David Cummings, apunta en ese sentido, igual que las promesas iniciales de poner a 20.000 policías más en las calles y bajar los impuestos a todo el mundo (ricos, pobres, empresas…), vaciando la hucha de 30.000 millones de euros amasada por las administraciones de Cameron y May a base de una austeridad brutal. A algún ministro se le ha escapado que en el otoño habrá un presupuesto de emergencia, una medida que requeriría acudir a las urnas.

Como el mundo no se para ni siquiera por el Brexit, Bojo va a tener en seguida que optar entre una mayor aproximación a los Estados Unidos de su amigo Trump o un mayor alineamiento con Europa en asuntos como la crisis de Irán.

May contemporizó, defendiendo la posición de la UE de que el tratado nuclear todavía se puede salvar, pero con menos entusiasmo que Merkel y Macron. Y tras la captura de un petrolero británico en el estrecho de Ormuz, apoyó sumarse a una flota europea para la protección de los navíos, en vez de a una norteamericana.

Lo más probable es que el nuevo líder tory elija un alineamiento con Washington, en vista de su hostilidad a Bruselas y que contempla un populismo trumpiano como su mejor baza electoral.

Donald Trump no oculta sus ­deseos de que haya un Brexit duro que aleje al Reino Unido de sus socios europeos, para debilitar a la UE tanto política como comercialmente. Boris Johnson, beneficiario de su apoyo, va a tener difícil decirle que no, ni en la cuestión iraní, ni en el veto a la compañía china Huawe i como suministradora de la nueva red de telefonía móvil 5G –un asunto que se encuentra bajo revisión–, ni en el incremento del gasto de ­Defensa hasta un 2.5% del PIB (18.000 millones de euros adicionales al año).

Los sucesos recientes en el golfo Pérsico han puesto de relieve las limitaciones militares de un país que antaño reinó en los mares, y lleva muy mal su papel como potencia de segundo orden. La inversión en una nueva generación de submarinos y portaviones armados con misiles nucleares ha creado un agujero en todas las demás partidas de la Royal Air Force, la Royal Navy y los marines, ya sea la incorporación de nuevas fragatas y cruceros, de helicópteros de última generación,o de las nuevas tecnologías cibernéticas. Antiguamente Gran Bretaña podía librar simultáneamente dos guerras en lugares opuestos del globo, hoy no está claro que pueda librar ni siquiera una a la vuelta de la esquina, todo un golpe para su orgullo.

Aunque la década de austeridad ha reducido el déficit y el desempleo es bajo, la calidad de los puestos de trabajo es cada vez más baja, y aún no se ha recuperado el nivel de salarios del 2008. Johnson ha prometido reducir la carga fiscal de quienes ganan a partir de cien mil euros al año y de quienes ganan menos de 40.000, bajar las contribuciones a la Seguridad Social, el impuesto a las ventas de las propiedades y el de sociedades (del 19% al 12.5%, como Irlanda), dentro de un plan Marshall o programa de estímulo para parar el golpe del Brexit. El nuevo canciller del Exchequer, Sajid Javid, se encuentra sin embargo con que hasta que no se concrete la salida de Europa, y si es suave o brusca, no sabrá de cuánto dinero dispone en las arcas del Tesoro.

El nuevo primer ministro ha de decidir si sigue adelante con los planes de expansión del aeropuerto de Heathrow (importante para la economía londinense y del sur de Inglaterra), a los que en principio se opone, y de creación de una línea rápida H2 de ferrocarril de Londres a Birmingham y más allá (fundamental para la prosperidad del Norte industrial, en el que ya se han invertido ocho mil millones de euros y del que dependen nueve mil puestos de trabajo); si respeta la iniciativa de May de dedicar 35.000 millones de euros en tres años a la mejora de la educación y la reducción del número de alumnos por clase, y de elevar a seis mil euros anuales el gasto del Estado por cada pupilo; cómo resolver el acuciante problema de la asistencia social a los mayores, que corre ahora a cargo de las autoridades municipales, a las que tiene ahogadas; qué medidas tomar para combatir la creciente delincuencia (en Londres los acuchillamientos entre bandas juveniles están a la orden del día) y la sensación de inseguridad ciudadana; si invierte los 50.000 millones de euros que necesita el NHS (Sanidad Pública) para reducir las listas de espera para operaciones rutinarias (en las que están 4,4 millones de pacientes), mejorar los hospitales, contratar médicos y enfermeras; y si implementa o no la promesa de su predecesora, ya en su lecho de muerte político, de eliminar por completo la huella de carbono para el año 2050, prohibiendo los coches diesel, estimulando la compra de vehículos eléctricos y subvencionando las energías renovables a expensas del carbón y la madera.

Ni que decir tiene que si consigue aunque sólo sea una pequeña parte de todo eso, y alegra la dieta del país, su popularidad se disparará y estará en condiciones de convocar elecciones, al margen de lo que pase con Europa. La cuestión es cómo conseguirlo. La estrategia de Johnson es romper la baraja con la UE. Si Bruselas da marcha atrás y le ofrece un acuerdo más beneficioso de Retirada sin la salvaguarda irlandesa (medidas de integración aduanera para impedir una frontera dura en el Ulster), presentarse al pueblo como un héroe griego, como el Pericles a quien tanto admira. Si los europeos no ceden, echarles la culpa y llamar también a las urnas, tal vez en una coalición ultra con el Partido del Brexit de Nigel Farage, un emparejamiento que no le da ningún pudor. Narcisista psicótico igual que Trump, para él todo vale.

La derecha del Reino Unido tiene sus fracturas, y a Johnson no le faltan enemigos, empezando por el bloque de remainers, el ex canciller del Exchequer Philip Hammond y los ministros a los que ha despedido en la mayor masacre política de los tiempos modernos. Algunos se declaran dispuestos a hacer caer la administración en una moción de censura con tal de impedir el Brexit duro, aunque ya se vería a la hora de la verdad (Amber Rudd, una de las disidentes más destacadas contra May, se ha pasado al bando de Johnson con tal de conservar la cartera de Tabajo y Pensiones, pésimo precedente). Los brexiters se dan cuenta de que se trata de su única oportunidad de romper con Europa sin margen a las concesiones, y contemplan un choque entre el ejecutivo y el legislativo si es necesario. Dicen que a estas alturas ni unas elecciones a últimos octubre pueden impedir técnicamente la salida de la UE, aunque es tradición que un Gobierno no tome durante la campaña decisiones importantes que puedan atar las manos de su sucesor. La baraja se ha roto. El desenlace podría estar en manos del Tribunal Constitucional, como la victoria de Bush sobre Gore en Estados Unidos tras el escándalo de las papeletas mariposa en Florida.