Turbios fondeaderos

El deporte en general tuvo grandes avances en lo estructural durante el 2013 que se va. Pero la cuenta pendiente sigue siendo la violencia en el fútbol, que crece y se instala cada vez más.

El año que termina fue muy bueno para el deporte nacional. La performance de nuestros atletas, competidores individuales y equipos, en las más variadas disciplinas, fue demostrando un crecimiento que no solo abarca el alto profesionalismo, en el que el país destaca desde hace tiempo como protagonista y proveedor de grandes figuras, sino también en las competencias de un amateurismo cada vez más sofisticado donde la cosecha del trabajo del ENARD ya comienza a estar a la vista.
Esto nos ubica en un lugar de privilegio en el concierto internacional del deporte. Sitio que se potencia cuando miramos hacia abajo y vemos aparecer figuras de primer nivel competitivo en cada una de las especialidades. Pero -siempre hay un “pero”- pareciera que en la Argentina la dicha nunca puede ser plena.
El fantasma de la violencia ha golpeado este año como nunca antes. Y si bien se ha centrado en el fútbol, han existido episodios cada vez menos aislados en los que grupos de violentos, identificados con alguna bandería, irrumpen en otros escenarios, en otras realidades y en otras circunstancias, mancillando con su actitud a sectores de la sociedad que hasta el momento se habían mantenido ajenos al fenómeno.
¿Qué importa si las barras no arrasan con todo lo que encuentran a su paso cuando se trata de alguna disciplina amateur; si el club que las organiza y que supuestamente forma a quienes la practican, está emparentado con los violentos y mafiosos?
¿Qué garantía de no contaminación puede existir cuando desde las dirigencias no se pone freno a semejante locura?
Los clubes deportivos se convierten, de esta manera, en aquellos turbios fondeaderos de los que habla el título de esta nota; y cobijan en su seno una semilla cuyo fruto aún no sabemos de qué magnitud será.
Cuando en las instituciones los jóvenes observan, aun de lejos, la impunidad con la que se mueven los impresentables “hinchas caracterizados” y ven, además, el temor que despiertan en la dirigencia y en la gente, el miedo comienza a enquistarse en ellos con ese veneno que paraliza y lleva a los ciudadanos, en el mejor de los casos, a refugiarse en el “no te metas”. Actitud que, en nuestro país, ha acompañado los peores momentos de la historia.
Y eso, “con suerte”. Muchas veces, la búsqueda de lo épico -característica de la juventud de todos los tiempos- o la confusión acerca de aquello de lo que tanto oyen hablar y tan pocas veces ven encarnado en ejemplos reales, y que es el respeto, puede arrastrarlos a engrosar ese núcleo poderoso, impune y con tantas posibilidades de lograr los objetivos por el camino más corto.
Seguramente, algo de esto hay en el incontenible crecimiento de las barrabravas argentinas y en la preocupante juventud de muchos de sus integrantes.
Y claro, como siempre, la política como telón de fondo. El poder como cobertura de esta mano de obra ocupada que tanto daño le hace no solo al deporte sino también a la sociedad.
Éste ha sido el punto más bajo de un año en el que hubo muchos otros hechos que pueden ser considerados como un augurio de lo que deberían ser tiempos muy buenos para todas las disciplinas.
Es verdad que no solo en nuestro país el problema se está instalando, pero hay que saber ver bien las diferencias.
Brasil, que se prepara para la mayor fiesta del fútbol mundial, sufre constantemente por el temor a hechos de violencia social similares a los padecidos en la Copa de las Confederaciones, que sirvieron de alerta para toda la comunidad mundial que se dispone a asistir a un país que siempre fue una fiesta.
Pero es que aquella violencia poco y nada tenía que ver con el deporte mismo. Surgió de un sector de la población que simplemente quería que “los otros”, los ganadores de un modelo de crecimiento tan pujante como sostenido, posaran la mirada en quienes aún aguardan los beneficios de tal fenómeno. Pero no eran barrabravas; y mucho menos estaban sostenidos por la política o el Estado.
No pasa en Uruguay, no ocurre en Chile. Tampoco en Colombia, donde antaño existió un fenómeno similar de la mano de los cárteles del narcotráfico y que fue extinguido, junto con sus mandantes, gracias a una férrea decisión política exigida por la ciudadanía. No sucede en Venezuela, a pesar de las muchas tensiones existentes, que provienen de otras realidades y otras divisiones. Ni en Perú, ni en Bolivia, ni en Ecuador. Solo pasa en la Argentina.
Porque allí, en aquellos lugares del mundo en los que la cuestión pareció desmadrarse (Inglaterra y el norte de Italia especialmente), el Estado actuó tan dura como ágilmente. Se tomaron las decisiones correctas, se aplicaron graves sanciones a los violentos y también a los clubes que apañaban sus actitudes, y el tema se terminó para siempre.
Hubiésemos querido cerrar el balance hablando de éxitos deportivos. Pero creemos que el mejor homenaje a los Del Potro, Ginóbili, Messi y tantos otros que integran la pléyade del deporte nacional, era traer a colación esta lacra que en muchos casos hasta ha tenido incidencia en ellos al momento de decidir emigrar o tan solo representar a nuestro país cuando las competencias se desarrollan en la propia patria.
Y porque, detrás de sus inmensas y consagradas figuras, aparecen decenas de nombres ya identificables y otros muchos aún anónimos que merecen que hagamos un esfuerzo supremo para limpiar su camino de estas inmundicias y asegurarles escenarios seguros en un país seguro.
Que deje de ser un turbio fondeadero para convertirse en un faro luminoso.