Los insultos y amenazas a refugiados, centros de acogida o voluntarios se disparan en los dos últimos años.
Lo peor no fue el día que apareció una cabeza de cerdo. Ni cuando un desconocido encañonó con una pistola a un refugiado. O la noche en la que una piedra irrumpió en la habitación donde dormían varios hombres.
Marc Müllerskowski, director del centro de acogida donde todos estos sucesos ocurrieron, explica que muchos de estos casos pasaron más o menos desapercibidos. Solo se enteraron los directamente afectados o los responsables del centro. Lo peor es la experiencia cotidiana de insultos y amenazas que los residentes en este refugio del este de Berlín experimentan cuando pasean por la calle, hacen la compra en el supermercado o viajan en tranvía.
La experiencia de Müllerkoswski no es algo excepcional. Los ataques en Alemania a refugiados, centros de acogida o voluntarios se han disparado en los dos últimos años, cuando Alemania acogió a 1,2 millones de solicitantes de asilo. En 2016, las agresiones denunciadas —físicas o verbales— llegaron hasta las 3.500, según datos recientemente publicados por el Ministerio del Interior. Casi 10 al día. Una cada dos horas y media.
La tendencia no baja: según datos del Ministerio del Interior facilitados a este periódico, en los dos primeros meses del año se registraron medio centenar de delitos contra centros de asilo, la inmensa mayoría de ellos protagonizados por ultraderechistas.
El desglose de los actos del año pasado da una idea de la magnitud del problema. 2.545 solicitantes de asilo denunciaron agresiones físicas o verbales en las calles. 560 resultaron heridos. Entre ellos, había 43 niños. Los ataques a centros de acogida rondaron el millar. Y las organizaciones de ayuda, formadas sobre todo por voluntarios, pusieron 217 denuncias por ataques procedentes en su inmensa mayoría de sectores ultraderechistas.
Una de ellas es Diana Henniges, fundadora de la ONG Moabit —el nombre de un céntrico barrio berlinés— Ayuda (Moabit Hilft). Esta mujer con fuertes convicciones políticas creó en 2013 la asociación para ofrecer a los solicitantes de asilo un amplio abanico de servicios: desde clases gratuitas de alemán hasta apoyo para encontrar vivienda o asesoría jurídica. Desde entonces, el acoso ultra ha sido constante.
A veces aparecía un pájaro muerto frente a la oficina. O un excremento de perro en el buzón. O un día recibían infinidad de pizzas a domicilio; y cuando las responsables de la ONG se esforzaban por explicar al repartidor que ellas no habían pedido nada, tres o cuatro hombres observaban la situación con sonrisas amenazantes. Ellas sabían que tenían enfrente a los responsables, pero no podían hacer nada para probarlo.
Acoso constante
Las responsables de Moabit Hilft se han acostumbrado ya a lidiar con un cierto nivel de amenazas. Pero hay oleadas de mayor intensidad que suelen coincidir con sucesos como un atentado islamista o la aparición de la ONG en los medios de comunicación. “Hace tiempo que sufrimos este acoso. Llamadas, correos electrónicos, cartas o SMS en los que queda claro que saben dónde vivimos nosotros y nuestras familias, a qué guarderías mandamos a nuestros hijos y otros datos personales que convierten estas amenazas en algo mucho más inquietante”, asegura Henniges en el local de la asociación. Mientras, su compañera Ronja Lange atiende a un hombre que se impacienta por no aclararse con los papeles que necesita.
Basta desplazarse una veintena de kilómetros hacia el este para dar con una situación aún más tensa. Marzahn es el barrio berlinés que contabilizó más ataques a refugiados el año pasado. En un estremecedor documento, el Parlamento de la capital detalla 50 agresiones registradas en Berlín el año pasado. 14 de ellas se produjeron en Marzahn. Cruces gamadas pintadas en las paredes de la residencia para refugiados, conatos de incendio, lanzamiento de piedras o de botellas… Las 10 páginas del documento oficial recogen las humillaciones y agresiones que los solicitantes de asilo deben soportar habitualmente.
“Las estadísticas muestran que en Berlín el año pasado cada semana se registró un ataque contra un centro de refugiados. Estamos ante un balance muy alarmante que muestra a las claras la necesidad de que los poderes públicos reaccionen”, asegura Hakan Tas, diputado regional del partido de izquierdas Die Linke.
Es evidente que el nivel de violencia ha aumentado en los dos últimos años. Pero su cuantía exacta es imposible de saber. Porque muchos expertos temen que lo que recogen las estadísticas oficiales sea solo la punta del iceberg. “Parte de nuestro trabajo es explicar a los que viven en el refugio que si alguien les dice “sucio musulmán” o “extranjeros fuera” deben denunciarlo. Muchos tienen miedo de hablar con la policía y no saben que una amenaza racista constituye también un delito. Muchas veces nos enteramos por casualidad de sucesos de hace semanas. Ocurre mucho más de lo que se denuncia”, asegura Müllerskoswki, responsable del centro de Marzahn, que acaba de cerrar sus puertas.
Consciente de la mala fama del barrio donde trabaja, Müllerskoswki destaca también la cantidad de vecinos que se implican como voluntarios y cómo la responsable municipal, de Die Linke, fue la primera en todo Berlín que en el punto álgido de la crisis migratoria de 2015 se ofreció a construir nuevos centros de acogida. “Mucha gente en este barrio vive de las ayudas sociales. Y se preguntan por qué nosotros tenemos que ayudar a los extranjeros; mientras que otros barrios más ricos no ofrecen su suelo para acoger a los que más lo necesitan”, concluye.