Cristina sabe que el acuerdo con el Club de París es una hipoteca que de ninguna manera podrá levantar el próximo gobierno. Lo sabe y lo disfruta. Porque cree sinceramente que después de ella, la Argentina merece el diluvio.
Ya hace muchas décadas que los argentinos somos gobernados por mentes disparatadas que creen que la sociedad merece todos los males si no acepta a libro cerrado lo que el iluminado de turno dispone. Aunque el resultado de esas decisiones sea el sostenido crecimiento de la pobreza, la marginación, la inseguridad, el aislamiento internacional, la pésima calidad educativa, el deterioro de la infraestructura del país, el atraso, la pérdida de libertades esenciales, la corrupción, la baja calidad institucional, la decadencia de la justicia y todos aquellos rubros que lamentablemente se han deteriorado sin pausa alguna desde el retorno de aquello que, tan injusta como pomposamente, llamamos “democracia”.
Aventureros de su propia gloria, nuestros mandatarios han pretendido siempre que solo ellos poseían la sabiduría y la visión necesarias para sacar adelante al país. Con mayor o menor acento en el desprecio por la legalidad, ninguno pudo escapar a la tentación de inmortalizarse en el poder. Y ninguno pudo evitar tampoco la tentación de mirar de soslayo a una sociedad que siempre terminaba por dar la espalda al que mucho prometía y nada bueno dejaba a su paso.
Para Alfonsín, los argentinos no entendíamos que la economía de cada uno era una cuestión secundaria frente a la grandeza de las libertades que su gobierno nos había otorgado. Y aunque cada mañana se convirtiese en el inicio de un drama social para millones de personas que veían licuarse el esfuerzo de su trabajo, arrollado por las aguas descontroladas de una inflación galopante, el líder radical sostenía que era un egoísmo antipatriótico que cualquiera de nosotros pretendiese preservar lo conseguido.
Menem llegó a creer que solamente su eterna presencia en el poder garantizaría la continuidad de una nación luminosa, equiparada a las más desarrolladas de la Tierra, donde la creciente masa de desocupados y empresas cerradas y la caída productiva no merecían siquiera ser tenidas en cuenta como obligaciones de un gobierno “primermundista”.
Y los Kirchner, ambos, terminaron por convencerse que no adherir ciegamente a sus delirios y necedades nos convertía a todos en traidores a la Patria y merecedores de todos los agravios, presiones y sanciones que fuesen menester. El que no acompañaba el pago unilateral de la deuda pública (presentada allá por 2005 como el mayor éxito del país en materia financiera de toda su historia), era un servil esclavo de los poderes internacionales. Y el que después no acompañó a un gobierno que debió reabrir el canje, aceptar las condiciones de los acreedores, pedir perdón y rogar de rodillas que nos permitiesen aceptar cualquier condición con tal de conseguir un mango, también lo era.
El acuerdo con el Club de París, contemporáneo de nuestra vergonzosa súplica al presidente Obama para que “haga de mandatario argentino” y nos salve las papas frente a los holdouts, no solo es borrar con el codo lo que como alegre estudiantina escribimos con la mano en tiempos de supuesta gloria revolucionaria. Supone, además, comprometer al próximo gobierno hasta el punto de la inevitable parálisis.
Las bravatas, las permanentes expresiones de soberbia, las clases magistrales desde el atril hablando de cosas que la propia Cristina ni entendía ni sabía pero despertaban el aplauso hueco de los chupamedias de turno, terminaron por estallar en una realidad tan dolorosa como inocultable: el país está postrado, sin fondos para seguir funcionando, sin crédito y sin otra alternativa que volver la circuito internacional con la cabeza gacha y dispuesto a aceptar lo que se le imponga sin tener siquiera derecho a levantar una tenue queja.
Si la posición del país ante la corte suprema norteamericana logra ser escuchada, la suma de lo que deberemos pagarle a los famosos “buitres”, más la que acaba de acordar el Sr. Kicillof, más los vencimientos ya comprometidos por aquella reestructuración caprichosa de los albores del kirchnerismo, más los vencimientos del segundo canje (el que nunca iba a existir porque jamás volvería a abrirse), representarán a partir de 2016 una erogación anual del orden de los U$S 9.700 millones.
Un imposible. Un disparate. Un camino inevitable hacia otro estallido u otro defalult.
Justo lo que Cristina, envenenada por el rechazo de una sociedad harta de sus mentiras, autoritarismos y corrupciones, planifica perversamente en este tiempo de retirada, que cada vez se parece menos al de la gloria soñada.
Si el país cumple con lo que esta olvidable mandataria ha firmado, el próximo gobierno no estará en condiciones de durar siquiera dos años.
Como le pasó a De la Rúa y como le pasará a cualquier presidente si alguna vez el castigo a los desmanes de los anteriores no tiene la fuerza y la ejemplaridad que es menester cuando se trata de personas que se apropian de lo público, lo destruyen y exigen además el aplauso de la sociedad.
Y ello, en nuestro país, aparece todavía como un sueño demasiado lejano.