Otra vez funcionarios municipales protagonizan un desalojo compulsivo sin orden judicial. Lo hacen por la noche, y las víctimas son despojadas de todos sus bienes. Los apoya la policía, y quién sabe entre cuántos se reparten el botín. El cuadro de honor de la comuna.
Es la frase que utiliza uno de los denunciantes al hablar del desalojo violento e injustificado del cual fue víctima, además del despojo de bienes propios del que participaron algunos funcionarios municipales de alto rango. Los de siempre, ya que nada de esto parece hacerles la menor marca en el frondoso currículum, ni en la construcción de una carrera política que juzgan prometedora.
Debería haberse gestionado la acción de desalojo, posiblemente sí, pero de manera civilizada, y no como finalmente sucedió. La cuestión es que los dos socios denunciantes, Raúl Oliver y Osvaldo Mairal, no reclaman ya el derecho a seguir trabajando en el predio de la estación de ferrocarril, donde poseían un comercio de gastronomía con contrato de locación vigente; tampoco pretenden hacer valer el derecho de los años de trayectoria en ese lugar. Lo que denuncian es que, en un acto totalmente ilegal, fueron desalojados a altas horas de la noche por personal municipal y policial. Mientras esto sucedía, se les destruyeron sus instalaciones a la vez que fueron despojados de todo cuanto tenían: muebles y enseres del comercio, electrodomésticos y dinero en efectivo.
¿Quién puede haber hecho semejante cosa? ¿Quién puede haber llegado a las cuatro de la mañana para llevarse por delante a una familia que trabajaba en la gastronomía, y tenía allí una nena de tres años? ¿Quién puede haberlos detenido por resistencia a la autoridad policial, y aprovechar para robarles todo? Personal municipal. Precisamente funcionarios de alto rango, ya que, según se indica en la declaración de los testigos, fueron muchos los que participaron de este verdadero acto de latrocinio.
La denuncia se realiza en fecha reciente, pero la realidad es que los hechos acaecieron en octubre último, cuando en horas de la madrugada los seis locales comerciales de la calle Luro al 4500, estación ferroviaria, que eran explotados por el emprendimiento gastronómico de Mairal y Oliver, fueron desalojados violentamente, y robados por completo. Parece que en plena noche se escuchó un ruido de vidrios que se rompían, e ingresó el personal policial. Oliver, su esposa y su pequeña hija fueron allí desalojados a punta de pistola, sin que mediara una orden judicial que lo permitiera.
No es necesario detallar aquí la cantidad de condiciones que deben coincidir en una causa para que un juez autorice la intervención policial o el allanamiento de una morada en horas de la madrugada: son interminables. Obvio es que aquí no solamente no hubo un juez que autorizara a irrumpir durante la noche, sino que no hubo un magistrado que permitiera ingresar a ninguna hora, y menos aun a romper vidrios con una familia completa trabajando en su interior y robarles todo.
Según afirman, las fuerzas policiales intervinientes estaban al mando del subcomisario Vulcano, y ellos fueron los encargados de mantener retenida de manera ilegal a la familia Oliver, por resistirse a abandonar su comercio. Se amparaban en que no se les presentaba una orden judicial que los obligara.
Pero además, se indica en la denuncia que el procedimiento era llevado a cabo por personal municipal, comandado por Adrián Alveolite y Marcelo Artime, el subsecretario de Gobierno, ambos funcionarios de alto rango de la Municipalidad de General Pueyrredon.
Sólo los ladrillos
Entre gallos y medianoche, aprovecharon el movimiento para robarles todo. ¿Quiénes? Y, sólo puede responsabilizarse a quienes llevaron adelante el desalojo ilegal. En medio del desorden y la confusión, desaparecieron tres heladeras mostrador, dos hornos pizzeros, un horno de microondas, dos hornos eléctricos, dos televisores de 35 pulgadas, una procesadora, tres freezers marca Gafa, dos mesas de pool, las bachas y piletas de aluminio, 25 mesas de bar con 84 sillas, las luminarias, la maquina de café, todos los cubiertos y vajilla completa, más la caja, que contenía unos $55.000.
La cuenta es sencilla, y no habilita a responsabilizar del hecho a ningún descuido. La cantidad de camiones que hicieron falta para completar este acto de rapiña hace que solamente sea pensable con un respaldo de poder que dé la suficiente impunidad. Hace falta prácticamente copar la estación de trenes con unidades de transporte afectadas a un robo.
Resguardo policial y firma municipal ¿hace falta más? El robo de todas las instalaciones implica una pérdida que fue dimensionada en el orden de los $2.300 000, e incluye el dinero que los socios habían resguardado para instalar un puesto de choripanes en otro punto de la ciudad, con el cual -como es evidente- se ganarían la vida trabajando durante muchas horas al día.
Pero claro, los socios no terminan de entender, ya que durante 2012 hubo un intercambio de cartas documento con la Unidad Ejecutora del Programa Ferroviario Provincial, quienes los intimaban a abandonar los locales bajo amenaza de iniciar acciones legales de desalojo, que es en definitiva lo que hubiera correspondido: realizar las acciones legales, y que un juez permitiera o no que se desalojaran los comercios, en horas del día y con resguardo de los bienes allí instalados.
Pero además, los socios tuvieron en su momento serias dudas sobre las cuestiones de la injerencia: habían respondido la carta documento a un estamento provincial esgrimiendo su derecho a cumplir el contrato de locación, y de repente eran desalojados por la comuna. ¿Quién tenía competencia?
“Esgrimieron el derecho de las bestias para agredirnos” expone el denunciante, y no es nada nuevo. La municipalidad de General Pueyrredon está haciendo una costumbre de atropellar los derechos de los que tienen menos recursos para hacer su voluntad, incluso en los casos es que en que esa voluntad termina siendo un negocio estupendo.
Reincidentes
Y hay antecedentes en abundancia, porque a la abogada le costó poco encontrar datos para agregar a su presentación y demanda, en los que la municipalidad ya se había comportado antes como el capanga del pueblo, o como la pandilla mala de un western: los chicos malos llegan por la noche, rompen todo, se quedan con las cosas de valor y echan a la calle a quien ellos consideran que deben echar. ¿Lo reconoce?
Precisamente, se cita como antecedente el accionar de la municipalidad en el desalojo ilegal del Torreón del Monje, también con asistencia de la policía, cuando los funcionarios municipales aprovecharon la oportunidad para llevarse literalmente todo. No quedó allí nada, como si hubiera pasado un tornado.
Casualmente estuvieron al mando los mismos funcionarios, justo Alveolite y Artime, pero en la ocasión hubo muchísimos testigos viendo cómo salían corriendo personas con sillas, mesas, electrodomésticos y demás, como si tratara de un vulgar saqueo. Lo peor fue que, en medio de semejante caos, impedían el ingreso, no sólo a concesionarios, sino además a sus abogados, de manera tal que nadie pudiera evitar semejante desmán. Claro que en aquella oportunidad se labraron actas que hasta el momento de poco han servido, pero por lo menos cursa la causa su paso lento y penoso, bajo el registro de instrucción 5966. Ya podría hablarse de un modus operandi delictivo: el que se dibuja cuando un delincuente hace las cosas por lo menos dos veces de idéntica manera.
¿Qué queda? El glamour de la nueva Ferroautomotora, y el espacio libe que necesitaban para poder reciclar la vieja estación inglesa que quedará preciosa. ¿Y las injerencias? Sector provincial, municipal o de licitación privada. Y como dicen en la cantina, depende quién lo pregunte.
Para los funcionarios que hemos nombrado, poco problema hay cuando las cuestiones de derecho se encuentran entre sus deseos y la realidad: las cuestiones legales se llevan puestas con un buen camión y una patota de policías que responda a las órdenes sin verificar su legalidad.
¿Raro? No, lo más común del mundo para esta muy galana costa, en la cual hay que tener mucho cuidado en dónde invertir, porque si Artime y Alveolite llegan a decidir que usted se va, no van a perder mucho tiempo en mandarle el oficio judicial, ni siquiera en gestionarlo: van a poner un camión de culata en la puerta de su negocio, y despídase hasta de la vajilla de la abuela. De lo que alguna vez hubo ahí, no quedará ni el recuerdo.
Y milagrosamente, jamás habrá una foto publicada del momento en que la municipalidad le sacó su negocio. Nadie publicará una línea sobre la ilegalidad del procedimiento. Y a nadie le importará demasiado si fue lícito o no, ni quién se quedó con sus cosas. Porque se privilegiará la imagen: tan bonita que queda ahora la estación reciclada… Los que hayan quedado en el camino son ni más ni menos que daño colateral. Los que fueron tratados de la manera en que se tratan las bestias, porque ellas no forman parte del proceso licitatorio que, con pocos avales de legalidad y muchos apretones de manos entre amigos, vino a poner en la palestra a los mismos ganadores de siempre. Ellos, los que hacen lo que quieren en una ciudad que parece pertenecerles. Los que construyen donde quieren y cuando quieren, porque para ellos el terreno es todo propio.
Los que tampoco tiene límites a la hora de la contaminación sonora o de revolucionar un barrio tranquilo, como en del la zona del ferrocarril, donde antes la gente dolía dormir.
Son los dueños de la ciudad. Y donde quieren entrar, simplemente entran.
Oliver, su esposa y su pequeña hija fueron allí desalojados a punta de pistola, sin que mediara una orden judicial que lo permitiera.
El procedimiento fue llevado a cabo por personal municipal, comandado por Adrián Alveolite y Marcelo Artime.
Son los dueños de la ciudad. Y donde quieren entrar, simplemente entran.