Cosificadas

Iara, Lucía y Natalia. La búsqueda de justicia empañada por intereses ideológicos y económicos. El silencio al respecto de los dramas intrafamiliares en historias que se repiten dolorosamente y en las que, una y otra vez, el recuerdo de las víctimas es manoseado de forma inescrupulosa.

Iara Nardelli tenía sólo 16 años. Una mañana, salió junto a otros chicos alojados en Aldeas Infantiles en compañía de una cuidadora para tomarse el colectivo para asistir a una clase de peluquería. No llegó nunca a esa clase. La encontraron muerta veinte días más tarde, en un descampado ubicado a sólo 1.500 mts de la institución. Además de una botella de Dr. Lemon con vodka, hallaron en el lugar quince blísteres de medicación: doce de Olazampina, dos de Metilfenidato y uno de Risperidona. La hipótesis oficial es que la joven se suicidó tomando la medicación que le habían recetado por su depresión.

Por supuesto que existen interrogantes válidos en torno a toda la situación. Sin embargo, en vez de poner el foco en las razones que llevaron a que Iara tuviera que ser apartada de su familia, o en la responsabilidad de una institución que —suponiendo que la hipótesis oficial sea cierta— permitió que una menor con graves problemas psicológicos tuviera acceso irrestricto a semejante cantidad de medicamentos; de a poco se empieza a conformar un escenario que resulta familiar por repetido: la búsqueda de un hombre culpable que permita meter al caso de Iara también —como a muchísimos otros—, debajo del ancho y generoso manto del «femicidio».

En las primeras horas de la búsqueda infructuosa de Iara, una de sus amigas mencionó a un hombre de supuestamente veintinueve años —en rigor, tiene veintitrés—, con quien ella mantenía una relación afectiva: Sergio Segovia, de quien los responsables del cuidado de la joven aparentemente no sabían nada. La familia dice que ellos tampoco.

Así se estableció la piedra fundacional del relato con el que, ahora, se trata de direccionar —sobre la base de un fuerte componente ideológico— la investigación por la muerte de la joven, metiendo debajo de la alfombra otros elementos, como la trágica historia que la llevó, hace dos años, a un intento de suicidio y a ser apartada de su familia.

El relato

Sólo unas horas después de confirmarse que los restos hallados en el descampado pertenecían a Iara, la madre biológica de Nardelli, Mariela Quintanilla, convocó a una conferencia de prensa en la que cuestionó fuertemente al tribunal de familia y a Aldeas Infantiles, e intentó sembrar dudas sobre la investigación judicial y la hipótesis del suicidio, asegurando que se trataba «de una escena plantada».

En la misma conferencia de prensa, Quintanilla aseguró que recientemente se había enterado «que Iara se veía con un hombre de 29 años y nadie se lo prohibió», que «se llama Sergio», al tiempo que pidió que «se lo investigue y que lo citen». Sin embargo, en este relato se obvia un detalle: en el descargo que hace el personal de Aldeas Infantiles ante la jueza, se deja constancia que, cuando lo contactaron para consultarle por el paradero de la joven, Segovia dijo que la hermana de Iara ya había hablado con él.

Dime con quién andas

Quintanilla no estaba sola ante las cámaras cuando decidió sembrar dudas al respecto de la posible responsabilidad de Segovia en esta trágica historia: junto a ella, se encontraba Marta Montero, la madre de Lucía Pérez, cuya trágica historia también tiene elementos oscuros que tienen que ver con lo que se vivía intrafamiliarmente, aunque nadie quiera hablar de eso. El de Pérez es un ejemplo muy claro de cómo, a golpes brutales, se aplica una y otra vez el molde del «femicidio» —corresponda o no—, llegando al extremo de condenar a un hombre, cuya única «culpa», fue la de intentar asistir a una persona para salvarle la vida.

Como si fuera poco, la familia de Iara es oriunda de Miramar, la localidad que fue testigo, en el año 2001, del brutal asesinato de Natalia Melmann, cuya investigación también fue manoseada hasta el hartazgo, judicial y mediáticamente, con el fin de lograr una condena que permitiera buscar un resarcimiento económico de parte del estado provincial. Los familiares de Natalia no sólo participaron en las marchas pidiendo por la aparición de Iara, sino que se han mostrado también cercanos a la familia en sus presentaciones públicas luego de la aparición de sus restos.

Las verdaderas víctimas

Los femicidios existen. Es una historia escrita en sangre, que habla del sufrimiento de miles de mujeres asesinadas por lo que, en otra época, se consideraban apenas «crímenes pasionales». La mirada actual de la justicia sobre los casos en donde las mujeres son asesinadas por el sólo hecho de ser mujeres, no es una mirada errada. El problema, es cuando ese molde se trata de aplicar a cualquier cosa.

No existen elementos contundentes que permitan pensar que la trágica historia de Iara pertenezca también a esa saga de dolor que atraviesa todas las sociedades. Sí hay elementos que hablan de otras responsabilidades al respecto de su cuidado, primero dentro de su familia, y luego en la institución que la alojó y no supo darle la contención que ella merecía. Sin embargo, el respeto por esa historia —dolorosa y cierta— ya empieza a borrarse en pos de una mirada ideológica que responde a otros intereses. La cosificación de Iara, tal como pasó con Lucía, con Natalia, y con incontables víctimas más, ya está en marcha.

Lo que les pasó de verdad, no importa. Lo que ellas fueron, no importa. Lo que en realidad sufrieron, no importa. Cuál es la verdad, y que se haga justicia, tampoco importa. Pero, lamentablemente, en un país en donde al servicio de justicia le importa mucho menos la verdad que la ideología, no se puede esperar otra cosa.