Crimen y castigo

El 8 de julio de 2022, un artefacto explosivo de fabricación casera estalló en el interior de un cesto de basura en el colegio Don Bosco, a escasísima distancia de donde se encontraba Azul Zabaleta. La detonación le produjo lesiones por las que estuvo a punto de perder su capacidad auditiva. Hoy, la justicia determinó quién fue el culpable de las lesiones. Una historia de dolor y de una aberrante falta de empatía.

Es difícil desenrollar la madeja de actitudes nefastas, falta de empatía, encubrimiento y dolor que se desataron en el momento en el que, en medio del recreo de un colegio secundario, estalló una botella de gaseosa que había sido rellenada con químicos para lograr un artefacto explosivo: desde la actitud de los propios alumnos, compañeros de Azul —en especial IG, quien fue condenado por el delito de lesiones graves—, de las autoridades del colegio, de otros actores del sistema educativo, y de los medios de comunicación, cuya cobertura de los hechos dejó muchísimo que desear.

«Desafío de TikTok»

Esa fue la frase que apareció en la mayoría de los titulares que cubrieron —después de que, cansado de la falta de respuestas por parte de la institución, su padre decidiera hacerla pública— la historia de Azul. Más allá de cuál haya sido la inspiración de IG para actuar de la manera criminal en que lo hizo, ¿sirve de algo meter a la fuerza, bajo el manto de una supuesta «moda», la descripción de lo acontecido? Existe, en esa decisión editorial, una intención de jugar con el sensacionalismo: Los medios de comunicación tradicionales y la red social Tik Tok no comparten públicos. La gran mayoría de quienes consumen esas fuentes de noticias, no tienen idea de qué es TikTok, qué tipos de contenidos se pueden encontrar en la aplicación, ni para qué se usa. La estrategia es la de generar miedo, y para eso se requiere algún nivel de ignorancia: si doña Rosa nunca usó TikTok, es más fácil que me crea si yo le digo que es una aplicación mala, que corrompe a los jóvenes y cuyo uso puede tener consecuencias imprevistas y aberrantes, como que una adolescente se quede sorda.

El tipo de «bromas» como la que le provocó lesiones graves a Azul, existen desde que existe el colegio secundario, y se dan en todas partes del mundo, no sólo en Argentina. Meter todo bajo el manto de «desafío de TikTok», además de generar miedo, exime de responsabilidades tanto a IG, como a la institución de debió prevenir su comportamiento: en vez de estar hablando de una persona poco empática, que por querer hacerse el gracioso casi deja sorda de por vida a una compañera, el perpetrador se convierte en una pobre víctima de la malvada red social que lo «obligó» a actuar como lo hizo, como si él no tuviera la capacidad de evaluar, por sí solo, que poner un artefacto explosivo en un tacho de basura en medio de un recreo no es la mejor de las ideas; al tiempo que también suaviza la responsabilidad del colegio, ya que una cosa es lidiar con algo nuevo e imprevisto como un comportamiento auténticamente generado por un elemento social disruptivo, y otra cosa es adelantarse a las actitudes que —lamentablemente— cientos de adolescentes han tenido a lo largo de las generaciones y poner en funcionamiento las medidas de control necesarias para que este tipo de hechos —que venían ya dándose en el colegio, y se siguieron dando después— no ocurran.

Si IG consumió o no algún contenido a través de una red social que lo inspiró a actuar como lo hizo, es irrelevante. Si la idea no venía de ahí, iba a venir de algún otro lado: de la anécdota de algún tío que en su época puso una bomba de estruendo en un inodoro, o la de algún vecino que prendió una bomba de olor en el medio de un acto. El problema es que, una vez aparecida la idea, IG fue incapaz de empatizar con las posibles víctimas de sus acciones y decidir actuar de otra forma; al tiempo que el colegio falló en controlar a su alumnado —no sólo en esta, sino en reiteradas oportunidades— para evitar que se dañaran unos a otros.

Entorpeciendo

Pero, en este caso, las responsabilidades institucionales no se agotan sólo en el colegio, sino que existe un sistema educativo que al mismo tiempo acompaña y limita las acciones que quedan al alcance de cada institución educativa. El problema de fondo en este drama, fue correctamente identificado por Adelina Martorella, quien representó a la familia de Azul en todo el proceso judicial. La abogada dijo: «socialmente se ha perdido el concepto de autoridad». En este medio hemos hablado largo y tendido al respecto de la progresiva y constante destrucción del sistema educativo en nuestro país: los chicos no aprenden las cuestiones académicas básicas —como leer y escribir— ni las sociales, como respetar a autoridades e instituciones. Si bien esto es mucho más notorio en los colegios públicos, tanto los colegios privados como los confesionales se encuentran bajo el control del gobierno provincial que es quien dicta qué contenidos se deben enseñar, cuáles son los requisitos para aprobar o pasar de año, y qué tipo de medidas disciplinarias pueden aplicar las instituciones. A veces, algo tan sencillo como apartar de forma inmediata de la comunidad educativa a alguien que le está provocando daño a sus pares, es imposible; incluso en casos extremos como este, en donde llegó a mediar una orden de restricción emanada por un juez.

En el caso de Azul, la investigación que permitió tener al día de hoy una sentencia condenatoria de las acciones criminales de IG, sólo se dio gracias al impulso de la familia, que se constituyó como particulares damnificados en el proceso penal. De hecho, hoy la familia impulsa otra causa por separado en la cual piden que se investigue a la inspectora a cargo de controlar a esta institución por el presunto delito de entorpecimiento de la investigación, ya que las instrucciones que impartió esta persona —que no está vinculada al colegio, sino que es empleada del Ministerio de Educación provincial— podrían haber llevado a que se pierda parte de la prueba. La familia ahora quiere que esta persona le rinda cuentas a la justicia.

Pero incluso dentro de las limitaciones que impone ser parte de un sistema educativo provincial, las acciones del colegio le dejan a la familia un gusto amargo: «El secuestro de tres celulares de donde se pudo obtener una prueba irrefutable, se dio gracias a la mamá de una alumna del colegio que brindó su testimonio bajo identidad reservada. Desde el ámbito educativo, nunca pudimos tener un responsable, ni una actuación diligente ni de investigación dentro de las potestades que tiene la institución», dijo el padre de Azul.

El terrible episodio en el que Azul termina viendo afectada de manera gravísima su capacidad auditiva, no fue un evento aislado: días después de estos hechos, los alumnos del mismo colegio prendieron una bengala dentro de la institución. Azul fue víctima, luego de este suceso, de otras acciones de violencia y acoso que terminaron justificando una orden de restricción de 300 mts para IG. Todo esto sucedió dentro del colegio, que una y otra vez falló a la hora de proteger a sus alumnos. No sólo a Azul, quien gracias al excelente trabajo del personal médico tuvo una recuperación mucho más auspiciosa de lo que se había previsto, sino también a IG, quien ahora arranca su vida adulta con una condena en suspenso por acciones que él perpetró y de las que es responsable, pero que se dieron bajo el techo de un colegio que no supo o no quiso acompañarlo para que sus actitudes fueran distintas.

Condenado

Suponer —como intentaron hacer los medios— que las acciones de IG quedan circunscriptas sólo a la intención de llevar adelante un «desafío de TikTok», es una falta de respeto al sufrimiento de Azul, ya que el episodio en el cual estalló el artefacto casero en medio de un recreo no fue para nada un hecho aislado: la alumna ya venía sufriendo actitudes nocivas por parte de este individuo y, una vez acontecidos los hechos, una vez hecha pública la situación, cuando toda la ciudad estaba hablando de la gravedad de lo acontecido, IG continuó molestándola, haciendo ruidos fuertes cerca de ella, haciendo estallar bolsas y teniendo otras actitudes similares. ¿Todas estas acciones fueron parte de un «desafío»? ¿O muestras claras de conducta de una persona incapaz de sentir empatía por el sufrimiento de su compañera?

¿Dónde estaba la familia de IG durante los meses en los que Azul sufrió estos acosos? Según la familia de la víctima, IG nunca tuvo una sola muestra de solidaridad ni arrepentimiento hasta que la justicia no lo condenó, que fue cuando les ofreció unas disculpas que ellos juzgan muy poco sinceras. ¿Cómo se llega a este nivel de desprecio por el otro, a esta clara intención de hacer daño una y otra vez?

Ahora, y gracias a la investigación que impulsó la familia de Azul, finalmente la justicia determinó «condenar al joven a la pena de UN (1) AÑO y SEIS (6) MESES de prisión de ejecución condicional». Además, IG deberá realizar «como estímulo restaurativo, charlas en escuelas —al menos en 10 colegios públicos— compartiendo su experiencia sobre lo sucedido, la trascendencia que ha tenido sobre la vida de la víctima y sobre su propia vida dicho acto, así como de sus consecuencias». ¿Servirán de algo esas charlas? ¿Habrá aprendido algo esta persona a través de todo este proceso? ¿O irá a los colegios para cumplir, y nada más?

A Azul nadie le devuelve sus meses de sufrimiento, las fiestas de 15 que se perdió porque la abrumaban los ruidos, la angustia de haberse perdido entrenamientos y encuentros sociales, ni los malos momentos que pasó cuando, ya habiendo sufrido la pérdida de parte de su capacidad auditiva, esta persona seguía acosándola y haciendo ruidos en su presencia. Sin embargo, esta sentencia condenatoria al menos le impone un coto a las acciones de su victimario y, con suerte, evitará que le siga haciendo daño a otras personas. Ahora, viene el proceso civil: la familia de Azul irá por la reparación de los daños que sufrió, con acciones contra IG y el Ministerio de Educación, además de seguir acompañando el sumario que se le inició al colegio como persona jurídica.

Mientras tanto, nos debemos el reflexionar qué podemos hacer para que este tipo de situaciones —que no son aisladas, y no responden a ninguna moda ni influjo de ninguna red social— no se sigan dando en nuestros colegios, tanto para que ninguna adolescente de 15 años termine casi sorda por culpa de una «broma», como para que ningún chico tenga que iniciar su vida adulta ya debiéndole a la sociedad 18 meses de cárcel.