Una más del juez Inchausti y van… Ahora, decidió que una persona debía ir presa sólo porque a él se le ocurre, sin que medie un pedido por parte del fiscal en la causa. Él es así: firma un escrito de apenas dos hojas que no contiene justificación alguna, y le arruina la vida a alguien, vaya uno a saber por qué.
En este medio nos venimos ocupando hace años de las tropelías del juez federal Santiago Inchausti: hemos hablado cómo, después de un enorme despliegue mediático en el que quisieron convencer a la población de que habían logrado darle fin al reinado delictual de un terrible narcotraficante, resultó que no pudieron probar prácticamente nada; o la causa que armaron contra los arbolitos que, también, ocupó la tapa de todos los medios, pero que al final se cayó —sí, otra vez— como un castillo de naipes; o de su irracional ensañamiento contra algunos miembros de la comunidad zíngara en nuestra ciudad; o —probablemente, su mayor éxito— cuando acusó a un simple trabajador rural de estar al frente de una red de trata, cuando las personas en cuestión estaban en posesión de su documentación, podían entrar y salir libremente del campo donde trabajaban, y apenas se trataba de un caso de personas que —como miles de argentinos, lamentablemente— trabajaban en negro.
Ahora el juez que no sabe distinguir entre un problema de registración laboral y la trata de personas, decidió arruinarle la vida a alguien, medio porque sí.
Los hechos
Esta historia comienza en 2014 cuando una persona cuyas iniciales son A. B. A. fue acusada de un delito, ante lo cual no se fugó, no hizo ningún intento de entorpecer la investigación ni nada parecido: como cualquier argentino de bien, se presentó ante las autoridades y designó como su representante a un abogado de la Defensa Pública Oficial, tras lo cual quedó en libertad porque —recordemos— todos somos inocentes hasta que alguien pueda probar lo contrario.
Pareciera que al juez encarcelador serial este principio absolutamente fundamental de nuestro sistema legal se le olvida, así que nos tomamos un ratito para explicarlo: si no hay motivos para pensar que una persona pueda intentar burlar o estorbar las acciones del sistema de justicia, lo que corresponde es que no se le dicte prisión preventiva, ya que la aberrante experiencia de verse privado de la libertad, de conocer un penal por dentro, de ver la honra de uno afectada de manera irreparable, es un recurso del que la sociedad debería echar mano sólo cuando ello esté perfectamente justificado. Este principio no sólo sustenta toda la lógica de nuestro sistema judicial, sino también de todos los sistemas legales del mundo en donde ejercen el poder gobiernos democráticos: se llama «presunción de inocencia». Si habláramos de gobiernos teocráticos como el de Irán, o de dictadores despiadados como en Corea del Norte, la historia sería distinta, pero estamos en Argentina.
Continuando con el proceso judicial, se llega a la instancia en la que A. B. A. tenía que prestar declaración indagatoria. En esa oportunidad, es el representante de la Defensa Pública Oficial quien requiere una reprogramación de la misma. A. B. A. es informado personalmente de la nueva citación, sin embargo —por motivos que no se aclaran— llegado ese día no se presenta. ¿Está mal? Puede ser. ¿Es lo suficientemente grave como para que alguien vaya preso? Claramente que no.
A partir de ese momento, el juzgado asegura haberle perdido el rastro a A. B. A., aunque de lo único que hablan es del teléfono y del domicilio que declaró. Volvamos a la presunción de inocencia, y pensemos lo mejor: por ejemplo, que A. B. A. cambió el número de celular por alguna circunstancia fortuita y que se mudó porque se le venció el contrato del alquiler. ¿Está mal que no le haya avisado a la justicia? Sí. ¿Justifica que termine preso? Claramente que no.
Seis meses más tarde, el 27 de marzo de 2015, la Defensa Pública Oficial toma una determinación drástica que no se entiende mucho: pide que se ordene una averiguación de paradero de esta persona, algo que ningún abogado defensor particular haría nunca, porque está claro que puede llegar a complicar la situación procesal de su defendido, por cuyos intereses se supone que debe velar el letrado. Sin embargo, en ese momento, A. B. A. sólo podía contar con el patrocinio del defensor oficial, y el daño ya estaba hecho.
La averiguación de paradero parece que no prospera. A. B. A. no vuelve a tener contacto con el poder judicial por este tema. Pasan los años, y pareciera que el tema queda en la nada.
Encarcelador serial
Pero resulta que A. B. A. no estaba ni prófugo ni perdido. De hecho, algunos años más tarde, se vuelve a presentar ante la justicia y designa esta vez, como su defensor, a un abogado particular. ¿Con qué objetivo? Bueno, habiendo pasado ocho años, lo que quería A. B. A. era que, por fin, la justicia diera por concluido el asunto. Suena lógico, ¿no?
A Inchausti no le pareció lógico, sino todo lo contrario: dice que la materia que se está investigando justifica que hayan pasado ocho años sin que la causa se mueva y decide acusar a A. B. A. de ser él el motivo por el cual no movieron un dedo en todo este tiempo. En una decisión que —según los expertos en el tema— bien podría ser causal de jury, el encarcelador serial decide que el mero hecho de no presentarse a prestar declaración indagatoria en la fecha acordada y no haber contestado un par de veces el teléfono alcanza para declarar a A. B. A. en rebeldía y pedir su detención.
¿Es lógico que en un país en donde —por ejemplo, con la excusa de la pandemia— personas que cometieron crímenes gravísimos como asesinatos o violaciones caminen —con la anuencia de los jueces— por la calle, pero un ciudadano que lo único que hizo fue no ir a comparecer ante un juez, termine en un penal? ¿Alcanza esa actitud para decidir que la acción consciente y premeditada de esta persona es la de evadir la acción judicial, o entorpecer el accionar de quienes investigan la causa? El juez Santiago Inchausti cree que sí. Que alcanza sólo con esos argumentos para ordenar que una persona sea privada de su libertad, incluso cuando el fiscal actuante no se pronunció al respecto.
Para entender la gravedad de esta decisión, es importante recordar el principio de presunción de inocencia y pensar lo mejor de cada ciudadano hasta que alguien pueda demostrar lo contrario: imaginemos que A. B. A. es una persona de bien, que nunca pisó una cárcel, que no cometió el delito por el que se lo acusa y que de buena fe simplemente se olvidó de ir ese día a prestar declaración indagatoria, o de avisar que se había mudado y cambiado de teléfono. Imaginemos estar en el lugar de A. B. A., sometidos a los caprichos de una persona que, prácticamente sin argumentos, declara a alguien en rebeldía y ordena su detención, afectando no sólo su vida y su libertad, sino también su honra, de manera irreparable.
¿Eso es justicia? Según quienes saben del tema, esta resolución —que bien podría justificar un pedido de jury al juez— es, simple y sencillamente, «inconcebible».